lunes, 24 de diciembre de 2012

Natividad




Cualquiera sea la profesión de fe, que este día sea propicio para el reencuentro y el abrazo sincero. Ése es mi deseo, y te lo hago llegar con mi agradecimiento por tu compañía, tu presencia que es el sentido esencial de mi Jardín.

Y, como siempre, mi regalo al pie del árbol es aquel precioso cuento de Oscar Wilde. Nunca será inerme una relectura. Vuelve a emocionarme cada vez que regreso a él, y por eso quiero compartirlo.

¡Felicidades!

viernes, 21 de diciembre de 2012

Aunque es de noche


(Foto: Sasha Nikitin)


No importaron las capuchas ni las palizas, los interrogatorios inenarrables. Hincada en las mazmorras de las que pronto sacarían su cuerpo magullado para desecharlo en los infinitos osarios del régimen, serenos sus labios rotos, opuso a los verdugos su credo, su fe. La invencible trascendencia -como nube, alondra, garúa- que ellos nunca entendieron.  Su Oración:


Dame, señor
un silencio profundo
y un denso velo
sobre la mirada.
Así seré un mundo
cerrado:
una isla oscura;
cavaré en mí misma dolorosamente
como en tierra dura
Y cuando me haya desangrado
ágil y clara será mi vida
Entonces, como río sonoro y transparente,
fluirá libremente
el canto encarcelado.


(Oración, de Alaíde Foppa)



P.D.: Pronta devolución de gentilezas pendientes.

jueves, 13 de diciembre de 2012

Crónicas de otro mundo


(Foto: Sophie Fontaine)


Los inicios en el oficio de escritor suelen radicar en hechos mínimos. Incluso pueden obedecer a cierta atmósfera, subespecies de la inercia, accidentes variopintos. Los reconocemos luego, algún día, a la hora de las improbables glorias, el insomnio, la invulnerable página en blanco. 

Creo que en esto de encontrar el destino nadie emparda a Ray Bradbury. Fue a sus doce años, en una carpa de circo, en medio de circunstancias que así las cuenta Pablo de Santis:


"Mr. Eléctrico era un extraño mago que iba de pueblo en pueblo con su troupe: la Mujer gorda, el Hombre esqueleto, acróbatas y enanos. Mago y científico a la vez, ejecutaba toda una serie de hazañas, pero la mejor era el número del hombre electrocutado. Desde la primera fila Bradbury vio aquella noche de 1932 cómo el mago se sentaba en una silla eléctrica de su invención, para ser electrocutado con gran despliegue de fogonazos y convulsiones. Apenas Mr. Eléctrico volvió a la vida tocó con una espada la cabeza del joven Bradbury. Los cabellos del niño se erizaron. Y Mr. Eléctrico le dijo esta frase: “Vive por siempre”. A partir de ese momento, sea por el toque eléctrico o por el hechizo encerrado en las palabras, Ray Bradbury empezó a escribir y no se detuvo hasta su muerte. Al menos así contaba él el origen de su destino de escritor. ¿Y por qué no vamos a creerle a alguien tan acostumbrado a imaginar?"

jueves, 6 de diciembre de 2012

La luna hasta tu cama


(Foto: Mukti Echwantono)


Me gusta pensar que la poesía le fue impuesta con el nombre. La bautizaron Paloma. Que es como decir relámpago, otoño en las plazas, campanarios a la noche. O decir cielo, frágil voltereta de hojarascas y migajas, abismo que gotea desde las puntas de la cruz, donde el fuego de las manos rodea la cabeza de los clavos. Y ella, propicia, graciosa, voló y bailó entre nubes y renglones.
Quizás no me gusta tanto imaginar el desvelo brusco que, intuyo, le debió truncar una madrugada de 1981, cinco años antes del accidente mortal. Con la piel empapada y el regusto amargo que dejan -en la garganta y en el pecho- los malos sueños, la pienso flotando por el pasillo a oscuras, desde el revoltijo de las sábanas al papel. Quizás, todavía enceguecida por las luces que se le vinieron encima, el estallido, la oscuridad, el frío sin medida. Y escribió:


Escribirán mi nombre en un libro
de nombres apretados, y referencia,
breve harán del tiempo que pasé",
vivida.
               Tendré, a lo sumo,
quince páginas en una antología.
Algún niño recitará de carrerilla:
Nacida en Madrid en el 44, perteneció
a la generación perdida, no tuvo
guerra a la que le sujetaran,
ni amo, ni dueño, ni posición torcida.
Descubrió su vocación
muy niña, presentándose a todas
las oposiciones convocadas,
a la cátedra vacante del amor, retirándose
la víspera a un rincón, con su perro
-aún no nacido-, a acunar sus arrugas,
a repasar el índice de materias
-nunca demasiado sabidas-: los celos
el dolor, la comida.
                                         No quiso
saber más que de lo suyo. De fe
arraigada en ese punto
muerto de la angustia, no quiso
comulgar con ruedas de molino,
ni tener hijos con ruedas de molinos...
Hasta que un día... Tuvo el valor
de recogerse el pelo y andar
más deprisa y subirse a la boca
una mentira.
                           Y todo fue ya
póstumo... Desde ese día.


(Escribirán mi nombre en un libro..., de Paloma Palao)

     

jueves, 29 de noviembre de 2012

Génesis


(foto: Amelia Oakley)


El comienzo.
Amanece sobre el Jardín todavía húmedo por el llanto secreto de la noche.
Entonces mojada, naranja, dormida: ella. Los ojos apenas cerrados. El metódico siseo de la respiración. Los espasmos, subrepticios, nacidos en sueños que no se pueden confesar. En definitiva, ajena: a los dedos de él que despacio, despacio, trasladan a la oreja un mechón que le tapaba la cara; al consiguiente renacimiento de su fascinación; a sus pensamientos, su contrariedad en voz alta.
Ajena.
O casi:
 
"4-
Ayer estuve observando a los animales y me puse a pensar en ti. Las hembras son más tersas, más suaves y más dañinas. Antes de entregarse maltratan al macho, o huyen, se defienden ¿Por qué? Te he visto a ti también, como las palomas, enardeciéndote cuando yo estoy tranquilo. ¿Es que tu sangre y la mía se encienden a diferentes horas? Ahora que estás dormida debías responderme. Tu respiración es tranquila y tienes el rostro desatado y los labios abiertos. Podrías decirlo todo sin aflicción, sin risas. ¿Es que somos distintos? ¿No te hicieron, pues, de mi costado, no me dueles? Cuando estoy en ti, cuando me hago pequeño y me abrazas y me envuelves y te cierras como la flor con el insecto, sé algo, sabemos algo. La hembra es siempre más grande, de algún modo. Nosotros nos salvamos de la muerte. ¿Por qué? Todas las noches nos salvamos. Quedamos juntos, en nuestros brazos, y yo empiezo a crecer como el día. Algo he de andar buscando en ti, algo mío que tú eres y que no has de darme nunca."


(de Adán y Eva, de Jaime Sabines)

jueves, 22 de noviembre de 2012

La lección al maestro


(foto: Jean Francois)

Philip Roth dijo basta. Lo dijo hace un mes; explotó ahora. No escribe más. Tajante, irreversible:"Decidí que estaba terminado con la ficción. Ya no la quiero leer, no la quiero escribir y ni siquiera quiero hablar de ella".  Bien podría ser su epitafio. 
Desde que cundió la novedad el hombre ha deambulado como una momia cinematográfica por las tapas y las páginas centrales de diarios y suplementos. Tanto ruido obedece a que la crítica lo coronó como uno de los cuatro escritores vivos más grandes de la literatura norteamericana (con DeLillo, Pynchon y McCarthy). Ganó el Pulitzer y el National Book Award y el Man Booker y el PEN/Faulkner y todos los premios habidos y por haber... excepto el Nobel.
Ahora, en esas entrevistas el hombre reniega, abjura, retuerce en vano sus venas resecas, vomita su hastío. En las fotos, la circunspección inapelable, una mueca de abuelo resentido con su juventud. Con semejante derrumbe, en las legiones que picamos piedra en el llano bien pueden haber daños colaterales. Como mínimo, un temblor en los pies. A lo mejor, algunos instantes -o minutos, o semanas, o siglos- de niño al que su padre le pega un sopapo en la cara y, con los deditos temblorosos sobre el ardor y las marcas, descubre que la vida (la literatura) es amarga y dura.
Semanas antes de vocear su defección, el hombre comía en un local de Nueva York. Uno de los mozos, un tal Julian Tepper, de 33 años y admirador de larga data, se le acercó a la mesa y le entregó un libro: "Señor, escuché que no lee más ficción, pero me han publicado mi primera novela y quisiera darle una copia".
Una escena común. De una u otra manera, creo que todos o casi todos hemos participado de la misma o alguna de sus infinitas analogías. La cuestión es que el hombre empezó con un elogio al título de la obra: Balls (Bolas, o Pelotas). Conviene decir que es la historia de un compositor a quien le diagnostican un cáncer testicular. Seguramente el mozo novelista no esperaba ese arranque, o puede que -inflamado de inconsciencia y demasiada autoconfianza- lo aguardara secretamente y no se sorprendiera con el halago del mito viviente ahí sentado.
Pero de lo que sí estoy seguro es que Tepper no esperaba la perorata con la que enseguida arremetió el maestro. ¿El tema? el oficio de escritor: "Realmente, es un campo horrible. Tortura. Horrible. Escribís y escribís, y tenés que tirar casi todo porque no es bueno. Te diría que simplemente abandones ahora. No querés hacerte esto a vos mismo. Ese es mi consejo"  

Así le dijo. Imaginable la conmoción del principiante. Pero afirmó los talones, y la respuesta, su imaginable calma y firmeza en cada sílaba, fue como levantarle la mano al padre: "Demasiado tarde, señor. Ya estoy adentro".

jueves, 15 de noviembre de 2012

Charanga


                                                    (foto: Lee Jeffries)


Otro ilustre morador de nuestro panteón de olvidados (a estas alturas, un argentinismo).

"FUE un trago largo, como un lazo. Pialó el acuerdo.
     Y dijo:
     –Mi padre llegó a Carmen de Patagones durante la administración del Comandante Oyuela.
     El pillaje de los indios devastaba las colonias y las estancias de la frontera.
     A base de robos y de comerciantes sin escrúpulos florecía la exportación de cueros y tasajo.
     Mi padre era gaucho. Llevaba cinco “muertes” encima. Y
     entró a punto en el juego.
     Porque entre reducidores, aventureros, corsarios y esclavos, el crimen es una ficha.
     Los soldados que mandó la Primera Junta a sofocar la revuelta del año 12 se rebelaron el 19.
     ¡Todavía se oían los ayes del Gobernador y se veían las cabezas de los oficiales enterrados vivos!
     Mi padre, corrido por la justicia, se encontró, a sí mismo, en la promiscuidad de los Aucas.
     Pues el gaucho que se asquea de la ley de los hombres regresa al instinto de la indiada.
     Con ellos robó y mató a gusto, hasta que vino el gallego Pincheira. ¡Ordene, Oficial Pincheira!
     Y entró a su banda militarizada de forajidos: indios, gauchos y soldados desertores.
     Mi padre dilapidó su parte de cuarenta mil vacunos "reducidos" a patacones en el Carmen.
     Hasta que los colonos cansados de pillajes se hicieron a su vez cuatreros y bandidos...
     La emoción de bandidaje es una emoción bárbara, pero subyugante de la especie.
     Arrasar, quemar; violar, matar; son cosas primarias que cobijan todas las almas.
     Mi padre decía: quien degüella, desuella y... resuella. Y no tuvo asco: bestias, indios o cristianos.
     Pero todo cansa. Y con una cautiva que rescató en Chile, merodeó por las orillas de Río Negro.
     Fuera del apero, su daga, sus piojos y su quillango, no tenia más que cicatrices.
     Juntó cueros de zorros y plumas de ñandú. Pero la honradez lo acobardaba...
     Se metió con los noruegos de una factoría de aceite. Y tuvo vergüenza del trabajo...
     ¡A él, que amaba los entreveros, le dolía matar focas a garrotazos en bahías desoladas!
     Mi padre, el 26, entró a bordo de un corsario cuando estalló la guerra con Brasil.
     Se curtió con sudestadas. Y se templó de nuevo en las matanzas de los abordajes.
     Carmen de Patagones vivía el esplendor que da la plata del vicio y la rapiña.
     Se hizo puerto libre y zona neutra. Se llenó de truhanes, putas y piratas: de vértigo y orgía.
     Los brasileros, hartos de ignominias y saqueos de corsarios, resolvieron hacer un escarmiento.
     Cinco navíos de guerra, del bloqueo a Buenos Aires, fondearon en las bocas del Río Negro.
     Y setecientos hombres, bajo el mando de un general inglés, enfilaron hacia Carmen de Patagones.
     La noticia apenó a todos. Entraban en la patria como el hacha en el árbol que se quiere.
     Mi padre se enroló en la defensa. Defensa improvisada, de milicos, gauchos y tahúres.
     Tenían de arma un espíritu de llama y de escudo solamente la tela de la faja y de la vincha.
     Cien jinetes en conjunto. Coordinaron el ataque con la astucia del indio y la rabia del desierto.
     Seis leguas separaban al invasor, de Patagones. Seis leguas de sed en un páramo de fuego.
     Los infantes brasileños lo ignoraban. Conducidos sin cautela, se filtraron de cansancio en el camino.
     Mi padre, entonces, abrió lucha de emboscada. Los sedientos bebieron sangre en sus heridas.
     Los demás, la lengua seca, se desbandaron como loros ante el huracán de los centauros.
     En medio de una escaramuza, el brillante uniforme del general atraía la mirada.
     Mi padre lo volteó de un balazo mientras sus huestes sucumbían por las cargas y la sed.
     Y deseando con locura su uniforme, se precipitó sobre el
     general, a despojárselo.
     Su cuerpo inmóvil cedía dócilmente. Ya casi desnudo, mi padre quedó bizco de repente.
     ¡Un anillo magnifico destellaba en su mano! En el apuro de tenerlo, le cortó el dedo de un hachazo.
     Fue un ¡ay! horrible. El general, nada más que herido, simulaba la muerte por salvarse...
     ¡Pero la muerte vino sin piedad! Y mientras milicos y gauchos arreaban prisioneros,
     Mi padre le hundió la daga en el corazón; la revolvió como una bombilla en el mate.
     Y ufano del anillo y la chaqueta, galopó sobre cadáveres a dirigir la columna derrotada."


(fragmento de Aquende, de Juan Filloy)

martes, 30 de octubre de 2012

El eterno retorno




Alegre desaparición de la estepa bajo los pies cansados. Otro intersticio trenzado de ardores y errancia que culmina y, por ende, de una idiosincracia sobre la que ya no sirve abundar.
Entretanto, los libros dieron cobijo. Como, por y para siempre. Pasó la novena Feria del Libro de la ciudad, en tren de remontar luego de las dos o tres debacles de hace no tanto. En ese marco se reeditó un taller literario con alumnos de Medicina de la Universidad del Comahue, en el cual nuevamente tuve el honor de participar. Las gracias infinitas a Angélica Cores, alma mater de la iniciativa.
Poco antes de eso sucedió la maratón nacional de lectura. Me tocó la feliz oportunidad de compartirla con los niños de una escuela rural. Quise dejarles algo de este irreversible oficio de las letras sobre el que se asientan mi vida y mis funciones vitales, pero sobre todo del amor por los libros y de los mundos que laten en cada página. Lo que es decir, todo eso que empecé a descubrir cuando era como ellos (aunque claro, los ochenta eran tiempos donde quizás la infancia, desprovista de pantallas y redes sociales, era bastante más sencilla, en todos los sentidos de la palabra). Pero fueron más las cosas que me llevé conmigo: lo que vi en sus caritas y sus ojos cuando les hablaba, y cuando terminé de leerles aquel cuento de Soriano (Caídas). Va mi agradecimiento a las docentes de la escuela. Y a Ella, en particular. Como, por y para siempre.


P.D.: Prometo devolver en el cortísimo plazo los comentarios de las entradas anteriores, pendientes desde hace tanto que me da vergüenza. 

viernes, 28 de septiembre de 2012

Un viejo vicio





"Era un tipo curioso. Escribía en los márgenes de los libros. Por suerte yo nunca le presté uno. ¿Por qué? Porque no me gusta que escriban sobre mis libros. Y hacía algo todavía más chocante que escribir en los márgenes. Probablemente no me lo crean, pero se duchaba con un libro. Lo juro. Leía en la ducha. ¿Que cómo lo sé? Es muy fácil. Casi todos sus libros estaban mojados. Al principio yo pensaba que era por la lluvia, Ulises era un andariego, raras veces tomaba el metro, recorría París de una punta a la otra caminando y cuando llovía se mojaba entero porque no se detenía nunca a esperar que escampara. Así que sus libros, al menos los que él más leía, estaban siempre un poco doblados, como acartonados y yo pensaba que era por la lluvia. Pero un día me fijé que entraba al baño con un libro seco y que al salir el libro estaba mojado. Ese día mi curiosidad fue más fuerte que mi discreción. Me acerqué a él y le arrebaté el libro. No sólo las tapas estaban mojadas, algunas hojas también, y las anotaciones en el margen, con la tinta desleída por el agua, algunas tal vez escritas bajo el agua, y entones le dije por Dios, no me lo puedo creer, ¡lees en la ducha!, ¿te has vuelto loco?, y él dijo que no lo podía evitar, que además sólo leía poesía, no entendí el motivo por el que él precisaba que sólo leía poesía, no lo entendí en aquel momento, ahora sí lo entiendo, quería decir que sólo leía una o dos o tres páginas, no un libro entero, y entonces yo me puse a reír, me tiré en el sofá y me retorcí de risa, y él también se puso a reír, nos reímos los dos, durante mucho rato, ya no recuerdo cuánto".

(de Los detectives salvajes, de Roberto Bolaño)

jueves, 20 de septiembre de 2012

Lejano Oriente




"La esvástica es una perfecta muestra de lo que pasa cuando los occidentales importan elementos orientales. Fijate que les dimos la esvástica y qué nos devolvieron, el nazismo. Y así con todo: les dimos la pólvora y nos devolvieron la guerra, les dimos el papel y nos devolvieron la deforestación del Amazonas, les dimos la pintura fosforescente y nos devolvieron el graffiti, les dimos el paraguas y nos devolvieron la lluvia ácida, les dimos los naipes y nos devolvieron la escoba del quince, les dimos la seda y nos devolvieron la arpillera, les dimos la tinta y nos devolvieron las mujeres teñidas, les dimos la porcelana y nos devolvieron el plástico, les dimos la brújula y nos devolvieron un mundo sin rumbo."

(de Un chino en bicicleta, de Ariel Magnus)

jueves, 13 de septiembre de 2012

Volvió una noche




Y no lo esperaban, parafraseando al tango. Evidentemente hubo un paréntesis, estepario, de arena hostil que se arrellana en los tajos implícitos. Pero, siempre, cada vez, la sorpresa de un respiradero eventual, la punzada blanca de un charco donde relampaguean la tarde, la luna hecha pedazos. Versos, párrafos, corales donde sangrar alegremente, la sonrisa mojada contra el sol: 

"Y ellos continuaban avanzando, sin saber, atravesando el vino de la primera misa, la lucha por el pan de cada día, la ignorancia y la necedad.
Avanzaban, alegres, distraídos, pocas veces dudando; tan inocentes, relajados o tiesos, hacia el hoyo final y la última palabra. Tan seguros, comunes, callados, recitadores, imbéciles.
El hoyo los había estado esperando sin verdadera esperanza ni interés. Ellos caminaban divertidos; unos se apoyaban en otros; algunos seguían solitarios y sonrientes, hablando a solas y en voz baja. En general, discutían planes y hablaban del futuro de sus hijos y de las pequeñas y grandes revoluciones que sostenían en libros clavados en las axilas. Alguno movía los brazos mientras divagaban sobre recuerdos de amantes y flores mustias que llevaban el mismo nombre."

(fragmento de Dejemos hablar al viento, de J.C. Onetti)

lunes, 30 de julio de 2012

Todavía





la escarcha unánime, el mediodía exangüe -su sangre blancuzca goteando en la cara-, la desazón de las brújulas y los pies rajados. 
¿y qué con este acero en las tripas? pregunté. ¿Y qué con el niño interior perdido en el bosque?
Nada. Cerrar los ojos. Shhh. Porque de una grieta germinará el trino, se inmiscuirá su tibieza necesaria:




Recuerdo el frío del amanecer, los círculos de los insectos sobre las
tazas inmóviles, la posibilidad de un abismo lleno de luz bajo las
ventanas abiertas para la ventilación de la enfermedad, el olor triste
de la sosa cáustica.

Pájaros. Atraviesan lluvias y países en el error de los imanes y los
vientos, pájaros que volaban entre la ira y la luz.
Vuelven incomprensibles bajo leyes de vértigo y olvido.

No tengo miedo ni esperanza. Desde un hotel exterior al destino, veo
una playa negra y, lejanos, los grandes párpados de una ciudad cuyo
dolor no me concierne.

Vengo del metileno y el amor; tuve frío bajo los tubos de la muerte.
Ahora contemplo el mar. No tengo miedo ni esperanza.

Eres sabio y cobarde, estás herido en las mujeres húmedas, tu
pensamiento es sólo recuerdo de la ira.

Ves la rosas temibles.
Ah caminante, ah confusión de párpados.
Hay una hierba cuyo nombre no se sabe; así ha sido mi vida.

Vuelvo a casa atravesando el invierno: olvido y luz sobre las ropas
húmedas. Los espejos están vacíos y en los platos ciega la soledad.
Ah la pureza de los cuchillos abandonados.

Amé todas las pérdidas.

Aún retumba el ruiseñor en el jardín invisible.



(fragmento de Aun, de Antonio Gamoneda)

domingo, 22 de julio de 2012

Cenizas







“Escribir es buscar en el tumulto de los quemados el hueso del brazo que corresponda al hueso de la pierna.”


(Alejandra Pizarnik)

lunes, 16 de julio de 2012

Díptico







Podría ser el lamento de la hierba requemada bajo los pies.
El latido de un cuerpo que se escurre.
Las volteretas tristes de esa ceniza -nostalgia de pétalos, de ayer en colores- en el viento.





"No hay luz sino estupor de luz
en este jardín abrasado
de frío y lenta escarcha donde
alguien cuya sombra te evoca
remueve sin prisa la tierra
y deja en los surcos un hilo
de luz fría donde mis ojos
desde esta página te anuncian
y dicen verte, aunque no estés.


*


Hago inventario de tu ausencia:
ojos no usados, aire intacto,
las horas como lumbre escasa
que el aire no aventa ni excita.
En todo espío transparencias,
temblor que es tu cuerpo inasible.
Hago inventario de tu ausencia
para que sepas de tu vida
a mi lado, cuando no estás."



(Díptico, de Jordi Doce)

sábado, 7 de julio de 2012

Valfierno




La fría crónica policial, entre las miles de conjeturas ensayadas en el momento (1911: acá, postrimerías del Centenario de una Argentina a la que creían, y se creía a sí misma, potencia mundial) sólo pudo hablar en concreto del robo de la Gioconda, sustraída sin ruidos del seno del Louvre para desatar la histeria de las policías europeas en general y francesa en particular. 


Resultaría mucho después que el cerebro del golpe fue un argentino: el marqués Eduardo de Valfierno. En 1910 había irrumpido en la Ciudad de las Luces y durante un año supo mezclarse con su alcurnia, meterse en sus salones y comer de sus mesas. Fascinarla. Mientras, planeaba el gran golpe: reclutaba la mano de obra (Vincenzo Peruggia, un tosco inmigrante italiano que trabajaba en el Museo); se enredaba con una prostituta ambiciosa; departía con Chaudron, un pintor ignoto con un único y descomunal talento para la duplicación (el mismo que haría las copias que el marqués argentino vendió a distintos compradores por sumas de seis cifras).  
    
Resultó, también, que el Marqués tenía un pasado. Que ocultó a las noblezas de París y de Buenos Aires que tanto frecuentó, claro. Porque fue el hijo de una sirvienta de familia rica, y sólo por eso creció en un palacete de la Recoleta, nada más que por eso compartió juegos y risas con los niños potentados. Ahí debió incubar el germen del inconformismo a ultranza, la negación de las privaciones y carencias que le habían tocado en suerte. 


Como pruebas impuestas, fue tentado por el sopor de un pueblito de provincia y la vida segura y sin sobresaltos que aseguraba para siempre; también la cárcel y sus horrores. Pero, inconscientemente primero y con pleno entendimiento después, llegó a creer que la construcción de un destino era también una forma de arte. 


Entonces fue cambiando sus nombres. Aprendió las maneras y modales de la clase alta. Llegó a la capital francesa (por entonces, un must de la aristocracia porteña), acá y allá se hizo de amigos poderosos que se rindieron a sus encantos. Y se emborracho con los deleites que de chico había mirado sin poder tener. Pero le faltaba algo, y entonces propició el delito inimaginable, consumado en circunstancias tan fáciles que parecieron indignas. 


Durante dos años nada se supo del cuadro. Peruggia, desconcertado y sin saber qué hacer, lo mantenía escondido en su cuartucho. La policía, desesperada, lo buscaba por todas partes. Valfierno vendía y revendía el cuadro -las copias de Chaudron- a millonarios enceguecidos por la codicia. Hasta que un desencuentro derrumbó el plan.


No era el dinero, evidentemente, la primera motivación de nuestro compatriota. El estafador tiene otras necesidades: la seducción de la víctima, la recepción de la confianza del engañado. Lo que es decir, el exhibicionismo sutil de su carisma y su inteligencia. 


Por eso Valfierno se regodeó en silencio de la confusión descomunal que generó, hasta que no le alcanzó y habló con un cronista, y acá comienza el relato novelado del que da cuenta Valfierno, de Martín Caparrós. 


De estructura entremezclada, la lectura va entregando los distintos fragmentos de un mosaico que, a fin de cuentas, versa sobre la  búsqueda de la identidad, las caras de la verdad, y la falsificación (de un cuadro, un pasado, una vida), todo en la historia real de un nacido en esta tierra donde ese último tema nunca pasó desapercibido. Por algo hemos acuñado el término trucho y cada día vemos nuevos ejemplos en la televisión, el diario, la calle.


Pendular, salpicada, pero sin embargo sólida, esta novela ganó el premio Planeta en 2004. 




(P.D.: muy pronto me pongo al día con los comentarios pendientes, lo prometo) 

miércoles, 27 de junio de 2012

Y no sabrán





Primero, y como verás, hay algunos cambios, sutiles y no tanto. 
Después, me tomo el atrevimiento de compartir el milagro contenido en estos versos:




un día alguien
vendrá y me dirá
que has muerto
y yo
romperé todos los espejos
y astillaré mis ojos
para poder verte
y te leeré poemas en
la noche oscura de silencio




(encontrarán un día mis palabras
y no sabrán quién fui)




jueves, 21 de junio de 2012

El niño interior




Ayer encallé con esto: "(Borges) cuenta que Swift describe a unos conversadores que, en lugar de cansar sus gargantas hablando, llevan unos sacos con figuritas y para decir caballo extraen del saco la figura de un caballo y la muestran. Cuenta también que hoy iba en el subterráneo y un chico preguntó: "¿Cuánto falta para Palermo?". Repitió: "¿Cuánto falta?" y después, riéndose:"¿Cuánto flauta para Palermo?" y quizá a "cuánta flauta". BORGES: "Era un momento importantísimo en su vida. Estaba descubriendo que había palabras parecidas y que ponerlas juntas era gracioso. No, era mucho más: estaba descubriendo la literatura. Los padres no le hacían caso. Hablaban entre ellos. Yo quise mirarlo, para reírme con él. No lo vi".


(fragmento de Borges, de A. Bioy Casares)

jueves, 14 de junio de 2012

Día del escritor




Creo recordar que hace un año atrás trazaba una semblanza de Leopoldo Lugones. A él se refiere la conmemoración del día que recién termina. Alguna vez, cuando todavía resonaba el disparo mortal, lo instauraron como insignia del oficio. Y hoy continúa así, formalmente al menos, aun cuando sus imágenes -la levita reglamentaria, el bigote inverosímil, la misma solemnidad de sus páginas- parecen volverse cada vez más difusas, más crepusculares.

Hoy -perdón, ayer- escuché a la pasada a alguien que abogaba por un nuevo paradigma. Hora de abolir la tradición caduca que ensalza al totalitario, al altisonante, al de la descendencia paradójica (un hijo torturador en tiempos de Uriburu, una nieta desaparecida en los setenta). Momento de reparar en los tantos prodigios posteriores. Y es cierto que intentar siquiera un orden de mérito, sin incurrir en omisiones intolerables, impresiona como complicadísimo. 

Omito a Borges, ya casi un lugar común: lo siento más emparentado con el Día del Libro propiamente dicho (recordando que fue el lector más desaforado del que se tiene noticia). Incluso bien merecería el homenaje un Piglia, nuestro mejor exponente hoy.

También, por qué no, repartir justicia con una conmemoración móvil, prefijada cada año en el natalicio de un escritor distinto.

Y luego de esa propuesta que seguramente rebotará en silencios, te dejo mi abrazo y mi saludo, hermano/a de letras.

miércoles, 30 de mayo de 2012

Mar Negro







Empieza sobre los techos rumorosos, contra los vidrios donde se desdibujan las farolas. Ese tintineo helado en las tejas, esa gota que se desbarranca, desprendida como lágrima inaugural. Es la lluvia; puede, debe ser la (com)pulsión maldita: después de todo, comparten la humedad, el color, lo inasible. 
Sigue con la renuncia a los refugios, terca y tonta y necesaria. La noche desmesurada. La improrrogable desnudez: los ojos ciegos, los brazos abiertos, la piel consumida por la espera de esa primera partícula de invierno, aguja, mínima crucifi(cc)ión, respiro para esta sed infinita. 
Morosas relucen las calles, lenta asciende la sucia muerte de la hojarasca. Entonces caminamos. Corremos. Llueve: es la lluvia desconocida. Agua. Desolaciones. Silencios. O palabras.



Escucho resonar el agua que cae en mi sueño.
Las palabras caen como el agua yo caigo. Dibujo
en mis ojos la forma de mis ojos, nado en mis
aguas, me digo mis silencios. Toda la noche
espero que mi lenguaje logre configurarme. Y
pienso en el viento que viene a mí, permanece
en mí. Toda la noche he caminado bajo la lluvia
desconocida. A mí me han dado un silencio
pleno de formas y visiones (dices). Y corres desolada

como el único pájaro en el viento. 


(L'obscurité des eaux, de Alejandra Pizarnik)

jueves, 17 de mayo de 2012

Feria




Tiempos de un vértigo inusual. Más o menos así pretendo, bastante suelto de cuerpo, justificar mi defección de este Jardín hirsuto, ahora bien parecido a los de esas casonas que brillaron en siglos pasados y hoy, huérfanas, acumulan años y polvo sobre las repisas donde amarillean ajados señores de levita, damas de largo, tiesos marineritos ya reducidos a la nada en panteones olvidados. Afuera, la maleza, los canteros decrépitos, las siniestras estatuas carcomidas.
Como anticipé, estuvimos en la Feria del Libro de Buenos Aires. Cualquier excusa es propicia para respirar otra vez ese aroma reconcentrado a papel impreso, sentir de nuevo la cercanía del objeto amado convertido en desmesura. Hubo un acto de presentación para la antología, tal como también anuncié largos días atrás, que salió bien. Salió una nota periodística con título rimbombante, a la cual remito para mayor abundamiento.
Se ha ponderado la mayor presencia de escritores (en este negocio, algo así como los esclavos que levantan las pirámides del Faraón), lo cual siempre es bienvenido. También, la presencia de las nuevas tecnologías aplicadas, y aprovecho para elevar un ruego por la convivencia armónica a futuro entre el libro y su homólogo electrónico. Tampoco faltaron los impertinentes, esos comedidos que a esta altura -a pesar de su inverosimilitud- parecen inevitables.
Para el caso, circulábamos por el laberinto cuando me llamó la atención una multitud que se apretujaba, emocionada, alrededor de un stand de esos grandes, esos de holding editorial. Recordé en ese momento la larguísima fila que vi hace uno o dos años, esperando por una firma de Wilbur Smith. Aventuré nombres de escritores que pudieran concitar semejante tumulto mientras me acercaba. La altura (mido cerca de dos metros) suele ayudar, aunque en este caso propicia el desencanto de descubrir, fulgurante por el maquillaje y los flashes, iluminada por varias cámaras de televisión, a una señora mayor que supo ser vedette revisteril (dicho con respeto por ese gremio). Hablando de libros. De su libro. Escrito por algún laborioso, ninguneado, mal pagado escritor fantasma, como debe ser.
El día antes, almorzando de frente aunque a cierta distancia del ventanal, vi a un sujeto canoso al que creí reconocer en el acto. Rememoro la escena y estoy cada vez más seguro. Lo acompañaba una señorita, cámara en mano, que por los gestos con los que preparaba la toma debía ser fotógrafa, supongo que de algún suplemento cultural.
Sí. Era él. Alan Pauls, Premio Herralde para más datos, cinéfilo con aire en una señal de cable. Lo miré fijo, posaba para la foto apoyado en un auto ocasional, y justo entonces, antes de seguir caminando hacia Santa Fe, también me miró (será petulante el pensamiento, pero me gusta preguntarme si fue llamado por algún demonio, por ese lazo de sangre maldita que une a los que curten este oficio). Fugazmente. Y siguió caminando con el mismo tranco. Lento, sin apuro. Desprovisto de cámaras, micrófonos, multitudes.






(N.delR., 18/05/12: a raíz de los dos primeros comentarios de esta entrada -que pronto responderé, lo prometo- advertí que la frase "es petulante, lo sé" no había quedado clara en su sentido. Quise aludir a que así consideraba a esa improbable causa del cruce de miradas, no a la personalidad del autor. No he visto su programa, y tampoco he leído nada suyo. Todavía. En definitiva, los comentarios y la consiguiente relectura me mostraron que la frase estaba confusa. De ahí la readecuación).