sábado, 23 de febrero de 2008

"Sólo te quiero como amigo"


Así dijo la musa inspiradora según Vargas Llosa:

"Ni abogado, ni periodista, ni maestro: lo único que me importaba era escribir y tenía la certidumbre de que si intentaba dedicarme a otra cosa sería siempre un infeliz. Que nadie deduzca de esto que la literatura garantiza la felicidad: trato de decir que quien renuncia a su vocación por "razones prácticas", comete la más impráctica idiotez. Además de la ración normal de desdicha que le corresponda en la vida como ser humano, tendrá la suplementaria de la mala conciencia y la duda. Así, hacia finales de 1958, en una pensión de la calle del Doctor Castelo, no lejos del Retiro, quedó perpetrado el acto de locura: "Voy a tratar de ser un escritor". Todo lo que había escrito hasta entonces: una obrita de teatro, un puñado de poemas, algunos cuentos, copiosos artículos, era muy malo. Decidí que la razón de esa mediocridad eran mi indecisión y cobardía anteriores, no haber asumido la literatura como lo primordial. Había terminado un libro de cuentos, que encontró un editor en Barcelona (misteriosamente, esta ciudad sería la cuna de la publicación de todos mis libros), y el resultado era más bien deprimente. Los había escrito casi todos en Lima, en los resquicios de tiempo libre que me dejaban múltiples y fastidiosos trabajos alimenticios.

Justifiqué así ese fracaso, solo se podía ser escritor si uno organizaba su vida en función de la literatura; si uno pretendía —como había hecho yo hasta entonces— organizar la literatura en función de una vida consagrada a otros amos. El resultado era la catástrofe. Completé esas justificaciones con una teoría voluntarista: la inspiración no existía. Era algo que, tal vez, guiaba las manos de los escultores y pintores, y dictaba imágenes y notas a los oídos de poetas y músicos, pero al novelista no lo visitaba jamás: era el desairado de las musas y estaba condenado a sustituir esa negada colaboración con terquedad, trabajo y paciencia"
(Foto: "La musa y el poeta", de Rodin)

jueves, 14 de febrero de 2008

Ahh, l´amour...



Me esperabas acá, ¿verdad?. Bueno, sí, supongo que de cualquiera que tenga cierta ductilidad con las palabras se espera, en un día como hoy, que haga algún malabarismo, algún pase de magia. Porque más allá de las evidentes connotaciones comerciales del caso - que no es momento de tratar -, creo que hay consenso casi unánime en que hoy, catorce de febrero, es algo así como "el día del amor". Nada menos que el más sagrado de los sentimientos. No descubro la pólvora con esto.

Como ya sabés, no suelo hablar de mí. Pero hoy puedo decir, a manera de introducción, que luego de muchos años soy forastero en esta fecha. Por eso, en vez de sacar ramilletes de flores multicolores de la galera, me interesó más hacer alguna reseña desde el papel de testigo que me toca en suerte. Después de todo, ya pululan las odas acarameladas, los hechizos de miel; seguramente será más novedosa la crónica de alguien que está mirando los fuegos artificiales desde afuera, a través de la vidriera. Ojo, tampoco el otro extremo: no pretendo convertir mis palabras en los gemidos lastimeros de un perro que se arrastra, desgarrado por el vidrio molido. Primero porque no es el caso, y si eventualmente lo fuera no es momento tampoco.

Hay un fenómeno propio de esta posmodernidad que no deja de asombrarme. Se trata de la fragilidad de los vínculos. Ya no hablamos sólo de los noviazgos, sería anacrónico; ahora también de matrimonios. Dos personas que un buen día se dan, electrizadas de emoción, sus respectivos consentimientos luego del celebérrimo "hasta que la muerte los separe" y salpican con sus lágrimas felices el altar de Dios Nuestro Señor, son las mismas que a los pocos años, o incluso meses, degeneran en enemigos mortales que se rondan como dos lobos salvajes, totalmente dispuestos a despedazarse, entre las ruinas nevadas de aquel nidito que alguna vez supieron amorosamente construir.

¿Qué decir de la infidelidad, entonces?. Tanta tinta y tanta sangre han corrido para condenarla, para justificarla, para explicarla, para maquillarla... incluso para santificarla, como venganza justiciera o como juguetona prueba de sagacidad. Argumentos de lo más variados, que van desde lo estrambótico hasta lo desopilante, brotan como maleza para servir de esclavos a esta última postura. Podemos citar entonces, por ejemplo, a aquellos que resumen su catecismo en una sola frase, a esta altura ya resobada y a la sazón fronteriza entre lo biológico y la carnicería de acá a la vuelta: "la carne es débil" dicen con toda seriedad, y uno no puede dejar de pensar en las maravillas que haría un asador experto con un material así de tierno. Tampoco faltan esos occidentales señores que comentan con el fervor de un Ayatollah sobre la poligamia permitida a los musulmanes, y sin solución de continuidad festejan las tropelías de los marines y el flameo de la estrellada bandera en cielos ajenos. Menos que menos, los que a tono con la ciencia de vanguardia atribuyen todo a algún gen renegado y pendenciero, declarándose al instante monigotes sometidos a este microscópico titiritero obsesionado con la violación del sexto mandamiento.

Pero quien dijo que todo está perdido decía la canción. Porque a pesar de todo esto, aunque arrecien la posmodernidad, su adoración por lo plástico y esa cultura de lo inmediato que ha sacralizado a aquel remanido "escoba nueva barre bien", todavía quedan resquicios por donde pueden florecer las emociones verdaderas. Esas que pueden ser como un rayo que cae y nos parte el pecho como si fuera de papel. Esas que nos hacen levitar en la brisa fresca, flotar como los copos de la nevizca que se deslizan, entre tímidos y delicados, dando graciosas volteretas en el silencio. Porque si hay algo que testimonia la supervivencia de los sentimientos en estos tiempos, es el silencio que encierra a dos enamorados que se miran. Es ese silencio lleno de chispazos, fértil para las llamaradas, que azuza los latidos a latigazos y retuerce las entrañas, ese silencio que (parafraseando a Bukowski) "casi te puede matar"; es ése silencio el que viene a decir que no todo está perdido.


Para ir redondeando, hoy quería compartir con vos un cuento de Katherine Mansfield, una escritora neozelandesa que descubrí hace poco y que realmente me sorprendió. Como siempre, accedés clickeando acá.

Múltiples saludos: si te corresponde, ¡feliz día!. Si no te corresponde: ojalá pronto encuentres lo que buscás. Y si no te corresponde y eso te desespera: calma, porque como decía Gibrán, "bajo la nieve duermen las semillas".

¡Que tengas un bonito día!

miércoles, 13 de febrero de 2008

Asesinos Cereales

“La primera vez que leí a Céline, me fui a la cama con una caja grande de galletitas Ritz. Empecé a leerle y me comía una galletita Ritz, me reía, me comía una Ritz, leía. Leí la novela entera de un tirón y me terminé la caja de galletitas. Y me levanté y tomé agua. Tendrías que haberme visto. No me podía mover. Eso es lo que un buen escritor te puede hacer. Casi te puede matar. Un mal escritor puede hacerlo, también”. (Charles Bukowski)

miércoles, 6 de febrero de 2008

El granjero que contaba historias



Así, con esas palabras que leés más arriba, se autodefinía uno de los mejores escritores del siglo XX. Se trata de William Faulkner, Premio Nobel de Literatura y dos veces ganador del Premio Pulitzer. A pesar de la gloria y tantos laureles, siempre decía sobre sí mismo : "Sólo soy un granjero al que le gusta contar historias".

Un par de temáticas son un tanto recurrentes en la obra de Faulkner: la violencia y las viscisitudes del sur profundo. Esto, como en tantos otros escritores, tiene raíces en vivencias personales. Faulkner nació en el estado de Mississippi, en las postrimerías del siglo XIX; por otra parte, sirvió como piloto en el Real Cuerpo Aéreo británico en tiempos de la I Guerra Mundial.
Concluido el conflicto, regresó a Estados Unidos y retomó sus estudios, los que había abandonado en 1915, tan sólo para reincidir poco después. Pero ahora la motivación era distinta y personalísima. Esta vez quería dedicarse a escribir.

Por esos tiempos, Faulkner (apellido adoptado en lugar del original Falkner por cuestiones de marketing editorial) desempeñó todo tipo de tareas para subsistir, mientras su monumental obra empezaba a germinar. Fue pintor de techos y también cartero de la Universidad de Mississippi, hasta que descubrieron su afición por leer cartas ajenas y lo echaron por ella; pero su ocupación preferida fue...la de administrador de un burdel. Sobre esto dijo: "En mi opinión, ese es el mejor ambiente en que un artista puede trabajar. Goza de una perfecta libertad económica, está libre del temor y del hambre, dispone de un techo sobre su cabeza y no tiene nada qué hacer excepto llevar unas pocas cuentas sencillas e ir a pagarle una vez al mes a la policía local. El lugar está tranquilo durante la mañana, que es la mejor parte del día para trabajar. En las noches hay la suficiente actividad social como para que el artista no se aburra, si no le importa participar en ella; el trabajo da cierta posición social; no tiene nada qué hacer porque la encargada lleva los libros; todas las empleadas de la casa son mujeres, que lo tratarán con respeto y le dirán "señor". Todos los contrabandistas de licores de la localidad también le dirán "señor". Y él podrá tutearse con los policías. De modo, pues, que el único ambiente que el artista necesita es toda la paz, toda la soledad y todo el placer que pueda obtener a un precio que no sea demasiado elevado [...] Mi propia experiencia me ha enseñado que los instrumentos que necesito para mi oficio son papel, tabaco, comida y un poco de whisky".

En la misma entrevista le preguntaron por la inspiración. "Yo no sé nada sobre la inspiración, porque no sé lo que es eso. La he oído mencionar, pero nunca la he visto". Siempre hizo hincapié en el esfuerzo; siempre creyó fervorosamente en esos "99% de talento... 99% de disciplina... 99% de trabajo" que en su opinión se necesitan para ser un buen novelista.

Pero volvamos a 1921. Por entonces Faulkner trabajaba como periodista en Nueva Orleáns, en una de sus tantas ocupaciones. En ese momento conoció a Sherwood Anderson. Se hicieron amigos y la observación del modo de vida que llevaba el célebre escritor de cuentos convenció a Faulkner. Caminaban por las tardes y en las noches bebían whisky, pero antes del mediodía nunca pudo verlo: Anderson permanecía enclaustrado, escribiendo sin parar. "Yo decidí que si esa era la vida de un escritor, entonces eso era lo mío y me puse a escribir mi primer libro. En seguida descubrí que escribir era una ocupación divertida. Incluso me olvidé de que no había visto al señor Anderson durante tres semanas, hasta que él tocó a mi puerta -era la primera vez que venía a verme- y me preguntó: "¿Qué sucede? ¿Está usted enojado conmigo?". Le dije que estaba escribiendo un libro. Él dijo: "Dios mío", y se fue. Cuando terminé el libro, La paga de los soldados, me encontré con la señora Anderson en la calle. Me preguntó cómo iba el libro y le dije que ya lo había terminado. Ella me dijo: "Sherwood dice que está dispuesto a hacer un trato con usted. Si usted no le pide que lea los originales, él le dirá a su editor que acepte el libro". Yo le dije "trato hecho", y así fue como me hice escritor". Faulkner nunca olvidó tamaño gesto de quien consideraba "el padre de mi generación de escritores americanos y de la tradición literaria que nuestros sucesores llevarán adelante".

Uno tras otro, sus libros empezaron a hacer ruido entre los lectores americanos. Empero, sólo tuvo éxito económico uno de ellos, Santuario, lo cual le valió la entrada a Hollywood como guionista. Allí protagonizó un hecho histórico: adaptó una novela de Hemingway, en lo que hasta hoy es la primera y única vez que dos ganadores del Nobel de Literatura estuvieron directamente vinculados con una misma película. Como dato risueño, se puede referir que Faulkner y Hemingway fueron rivalizados por la crítica, dada la diferencia estilística entre ambos. Frases largas y perfumadas de un virtuosismo certero para uno; fraseo corto y punzante para el otro.

Porque fue virtuoso aunque llegara a decir que "Si el escritor está interesado en la técnica, más le vale dedicarse a la cirugía o a colocar ladrillos. Para escribir una obra no hay ningún recurso mecánico, ningún atajo. El escritor joven que siga una teoría es un tonto". Utilizó recursos innovadores para el medio americano de los años 30, como ser el monólogo interior, saltos temporales en medio de la narración y narradores múltiples (por ejemplo, en El Ruido y la Furia), abrevando en la tradición europea de autores como Woolf, Proust y Joyce.


Determinación fue lo que nunca faltó a Faulkner. "Nada puede destruir al buen escritor. Lo único que puede alterar al buen escritor es la muerte", dijo una vez, y fue tan leal con sus palabras que siguió escribiendo hasta el último latido. En el interín se alzó con el Nobel de Literatura de 1949 y los Premios Pulitzer de 1955 y el de 1962, el año de su muerte, por su última obra.

Hoy vamos a compartir uno de sus cuentos. Para leerlo, clickeá acá.


Más abajo ves una foto de la casa de Faulkner en Oxford, Mississippi.

Es todo por hoy. ¡Nos vemos pronto!