lunes, 24 de octubre de 2011

Flor de los arenales



Un variadito, antes de pasar a otros temas.

Primeramente: Mañana martes 25, de 18 a 19 horas (tirando a 18:30), asistiré a un convite: "Cita con los escritores", envío que sale por la radio Comunidad Enrique Angelelli, 105.7 en el dial de Neuquén y alrededores. Desde ya las mil gracias por la gentileza a su conductora, Ligia Balbuena.

Pasemos a una gema furtiva: El páramo, de Pedro Orgambide. Nuestro, muy laureado alguna vez, fallecido hace pocos años, por lo que ya se le cierne esa gloria que -dicen- todos tendremos después de muertos. Ojalá así sea, porque méritos le sobran, como a las claras muestra este volumen de 1967.

Un médico recién recibido llega desde Buenos Aires a un pueblito perdido, sin nombre, puesto en algún lugar del desierto como si lo hubieran arrojado ahí, a kilómetros de alguna vía desolada. Trae una maletita, lo puesto, pero también sus anhelos, su fe. Sus ganas de progresar, de transformarlo todo.

Lo reciben el viento que raspa, la demasiada calma, la contundente brevedad del caserío, las estaciones que se suceden inalterables y feroces. Y los lugareños. Cincelados por esa tierra que pone filo a las ráfagas, mimetizados con su tierra y por eso con su aridez, su infertilidad para todo lo que no sean jarillas y cascotes.

Una galería de personajes sólidos, tallados en piedras del baldío al que llaman plaza central: un médico rural desencantado; un juez de paz brutal; un teniente cajetilla y enfebrecido; una prostituta fatalmente desengañada; un maestro de montaña idealista y martirizado; una pareja de suizos entrados en años, simbióticos en su especulación, su dureza, su irrefrenable ambición de control. También, la hija de los suizos, Ilse. Su triste conciencia del tiempo. Su progresiva iluminación. Su debate doloroso entre el férreo deber ser y lo que efectivamente es, entre las reglas inmodificables y la realidad, vibrando en ese estremecedor "no me acostumbro a ser feliz" que se le escapará en algún momento. Tal vez tarde, porque la arena infernal también, inexorable, les invadirá los ojos, la boca, los deseos, el alma. Como al resto de aquellos otros, extraviados, arrasados por el arenal y sus fiebres en el que buscan y rebuscan las trizas de sus sueños.

Este libro recayó en mis manos como depositario, verbigracia el feliz programa "Libros libres" de la Biblioteca "Bernardino Rivadavia" de Cipolletti. Obras lanzadas a la calle, a pasar de mano en mano, a seguir viaje apenas se concluya su lectura.

Ahora es tiempo de que yo también deje partir este ejemplar. Puede que algún día lo encuentres en un banco de plaza, en una hamaca quieta, a los pies de un árbol, que alguien te lo tienda. Tiene tapa blanca y anacrónica; páginas amarillas, arenosas, tal vez imperceptiblemente aureoladas por alguna lágrima pretérita. Un crujido y entonces el olor: décadas, rincones de lectura que ya no están, tactos idos. Y entonces, de alguna forma misteriosa, quedaremos hermanados todos nosotros: vos y yo y quienes nos precedieron en el asombro y la emoción de esas mismas, arenosas, amarillas páginas.

viernes, 14 de octubre de 2011

De locura y de fuego



Los opuestos suelen rozarse. Acá, quizás, pueda ensayarse un raspón entre continentes antagónicos. Uno, Nobel de Literatura en 1951 (si mal no recuerdo la fecha), orfebre de una forma nueva, particularísima amalgama entre milagros propios y recursos absorbidos de distintos vergeles (por caso, el flujo de conciencia, boceteado por Joyce y Proust), los cuales se encargó de perfeccionar; del otro, un forjador arrabalero, tan porteño que fue de cabotaje, si se quiere, y que se abrió paso a codazos y empujones en una literatura argentina entonces dominada por Lugones (y por ende, amiga de la afectación y la filigrana), perseguido por los solemnes fanáticos del esteticismo, urgido sin saberlo por la muerte que lo truncó a los cuarenta y dos. Son el norteamericano William Faulkner y nuestro Roberto Arlt.

En extremos geográficos y literarios distintos, vivieron a la par durante casi toda la primera mitad del siglo veinte. Por el treinta, Faulkner lanzo su inmortal El ruido y la furia: la crónica de la decadencia de los Compson, familia que funge como alter ego del Sur profundo donde está afincada, un mundo y su inherente cosmovisión malheridos luego de la derrota confederada en la Guerra de Secesión. Diferentes voces reflejan la caída, como ser la de Benjy, el demente que observa todo desde el candor alucinado de su insanía, y que continuamente se fascina con el fuego. Casi a la par, Arlt metió un uno-dos con las novelas que, me parece, signaron la inmortalidad de su leyenda contrariada: Los siete locos y Los lanzallamas.

Hace bastante que no comentaba libros. Pero recientemente terminé ambas (porque conforman un bloque inescindible, y simbiótico, y todo aquel que leyó la primera conoce la urgente necesidad de deglutir la segunda). Son las fuerzas del delirio y el incendio las que empujan la lectura, este comentario, y alguna vez también -seguramente- la escritura de las dos.

Comienza la historia con un perdedor, Remo Erdosain. Gris, aburrido, apagado. Cierto día apela a una avivada para revertir su mediocridad. Pero la estafa es descubierta y queda acorralado por la obligación de cancelar un imposible resarcimiento económico a la firma damnificada, nada menos que la empresa que lo tiene como empleado. Este percance lo cruza con Haffner, el Rufián Melancólico, primero de los tantos exponentes de ese submundo del que, poco después, Remo también será integrante. Porque por conducto de Haffner llega a una siniestra quinta del conurbano. Ahí vive y conspira el Astrólogo.

Ante la recurrente visión de un mapa de los Estados Unidos, marcado con alfileres negros "en los territorios dominados por el Ku-Klux-Klan" (y acá, otro punto de contacto con el sureño Faulkner,  que situó muchas de sus historias en el condado ficticio deYoknapatawpha, noroeste de Mississipi), el Astrólogo adoctrina a su tropa: están el propio Rufián Melancólico, cafishio vocacional; el Buscador de Oro y su ansia de cordillera y tesoros; Bromberg, el Hombre que vio a la Partera, hosco, noctámbulo, brutal; el Mayor apócrifo; el cínico Barsut, casi un doble agente; más otros comedidos posteriores como el farmacéutico consumido por el delirio místico y la lectura infatigable de la Biblia, y su esposa Hipólita, la Ramera.

El plan no es otro que la revolución violenta para derrumbar el orden vigente y, claro, instaurar uno nuevo a la usanza comunista. El Astrólogo parece tener todo calculado: por caso, los primeros fondos vendrán de prostíbulos regenteados por Haffner; la victoria bélica, en tanto, del uso a mansalva de armas químicas sobre cuarteles y ciudades.

A Erdosain, hasta ayer inventor fracasado, le toca diseñar la usina para fabricar el gas fosgeno. En esta labor pondrá lo mejor de sus energías, tal vez en un intento por redimirse ante la mirada de los otros, también la suya propia. Pero, paralelamente, se cae barranca abajo. La humillación inolvidable que le inflige su propia esposa le despertará esa manía irrefrenable por la autodestrucción, por flagelarse, refregar la cara y la lengua en el barro. En definitiva, revolver los fantasmas de su infancia sombría, arrancarlos del ayer y traerlos de la mano hasta el ahora.

Mientras tanto, alrededor suyo, de una manera u otra, entre tiros y llamaradas, la hecatombe los hermanará a todos.

Dos obras imperdibles. Como si fuera poco, una perla adicional: el prólogo de Los Lanzallamas

viernes, 7 de octubre de 2011

Atrás



Canciones ásperas de hamacas solas, mecidas por nadie. Fotos envenenadas de otoño supurando extravíos, ausencias, ayer. Sábanas heladas todavía -siempre- guareciendo el hueco, esa forma imprescriptible, lluviosa, empecinada en lastimar.

Ruidos, opalescencias, roces:


De todos los que vi (se sucedían
fatalmente), de todos los que vi,
todos aquellos que solicitaron
-de quienes yo solicité- ternura,
calor, ensueño, olvido o lágrimas...
De todos esos en los que viví,

por qué tenias que ser tú, retama
matinal, estival, voz derruida,
perro sin amo, espuma levantada
hacia las noches, agua de recuerdo,
gota de sombra, dedos que sostienen
un pétalo de sol... por qué tenías,
ciega, precisamente que ser tú...

De todos los que vi, por qué tenías
que ser tú, leño que sobrenadabas...
Por qué tenías que ser tú, muralla
de ceniza, madera del olvido...

Por qué tenías que ser tú, precisa-
mente tú, con el nombre diluido,
con los ojos borrados, con la boca
carcomida, lo mismo que una estatua
limada por los siglos y las lluvias...
De todos los que vi, desenterrados
de las mañanas y los cielos grises...
De todos, todos, todos, por qué habías
de ser tú sólo quien me entristeciese,
quien se me levantase, puño de ola,
me golpease el corazón, con esos
instantes sin nosotros, caracolas
duras, vacías, donde suena el mar
de otros planetas...
                                      Modelada en sombra
y en olvido, tenias que ser tú,
melancolía, quien resucitase...

(Presto, de José Hierro)