jueves, 29 de noviembre de 2012

Génesis


(foto: Amelia Oakley)


El comienzo.
Amanece sobre el Jardín todavía húmedo por el llanto secreto de la noche.
Entonces mojada, naranja, dormida: ella. Los ojos apenas cerrados. El metódico siseo de la respiración. Los espasmos, subrepticios, nacidos en sueños que no se pueden confesar. En definitiva, ajena: a los dedos de él que despacio, despacio, trasladan a la oreja un mechón que le tapaba la cara; al consiguiente renacimiento de su fascinación; a sus pensamientos, su contrariedad en voz alta.
Ajena.
O casi:
 
"4-
Ayer estuve observando a los animales y me puse a pensar en ti. Las hembras son más tersas, más suaves y más dañinas. Antes de entregarse maltratan al macho, o huyen, se defienden ¿Por qué? Te he visto a ti también, como las palomas, enardeciéndote cuando yo estoy tranquilo. ¿Es que tu sangre y la mía se encienden a diferentes horas? Ahora que estás dormida debías responderme. Tu respiración es tranquila y tienes el rostro desatado y los labios abiertos. Podrías decirlo todo sin aflicción, sin risas. ¿Es que somos distintos? ¿No te hicieron, pues, de mi costado, no me dueles? Cuando estoy en ti, cuando me hago pequeño y me abrazas y me envuelves y te cierras como la flor con el insecto, sé algo, sabemos algo. La hembra es siempre más grande, de algún modo. Nosotros nos salvamos de la muerte. ¿Por qué? Todas las noches nos salvamos. Quedamos juntos, en nuestros brazos, y yo empiezo a crecer como el día. Algo he de andar buscando en ti, algo mío que tú eres y que no has de darme nunca."


(de Adán y Eva, de Jaime Sabines)

jueves, 22 de noviembre de 2012

La lección al maestro


(foto: Jean Francois)

Philip Roth dijo basta. Lo dijo hace un mes; explotó ahora. No escribe más. Tajante, irreversible:"Decidí que estaba terminado con la ficción. Ya no la quiero leer, no la quiero escribir y ni siquiera quiero hablar de ella".  Bien podría ser su epitafio. 
Desde que cundió la novedad el hombre ha deambulado como una momia cinematográfica por las tapas y las páginas centrales de diarios y suplementos. Tanto ruido obedece a que la crítica lo coronó como uno de los cuatro escritores vivos más grandes de la literatura norteamericana (con DeLillo, Pynchon y McCarthy). Ganó el Pulitzer y el National Book Award y el Man Booker y el PEN/Faulkner y todos los premios habidos y por haber... excepto el Nobel.
Ahora, en esas entrevistas el hombre reniega, abjura, retuerce en vano sus venas resecas, vomita su hastío. En las fotos, la circunspección inapelable, una mueca de abuelo resentido con su juventud. Con semejante derrumbe, en las legiones que picamos piedra en el llano bien pueden haber daños colaterales. Como mínimo, un temblor en los pies. A lo mejor, algunos instantes -o minutos, o semanas, o siglos- de niño al que su padre le pega un sopapo en la cara y, con los deditos temblorosos sobre el ardor y las marcas, descubre que la vida (la literatura) es amarga y dura.
Semanas antes de vocear su defección, el hombre comía en un local de Nueva York. Uno de los mozos, un tal Julian Tepper, de 33 años y admirador de larga data, se le acercó a la mesa y le entregó un libro: "Señor, escuché que no lee más ficción, pero me han publicado mi primera novela y quisiera darle una copia".
Una escena común. De una u otra manera, creo que todos o casi todos hemos participado de la misma o alguna de sus infinitas analogías. La cuestión es que el hombre empezó con un elogio al título de la obra: Balls (Bolas, o Pelotas). Conviene decir que es la historia de un compositor a quien le diagnostican un cáncer testicular. Seguramente el mozo novelista no esperaba ese arranque, o puede que -inflamado de inconsciencia y demasiada autoconfianza- lo aguardara secretamente y no se sorprendiera con el halago del mito viviente ahí sentado.
Pero de lo que sí estoy seguro es que Tepper no esperaba la perorata con la que enseguida arremetió el maestro. ¿El tema? el oficio de escritor: "Realmente, es un campo horrible. Tortura. Horrible. Escribís y escribís, y tenés que tirar casi todo porque no es bueno. Te diría que simplemente abandones ahora. No querés hacerte esto a vos mismo. Ese es mi consejo"  

Así le dijo. Imaginable la conmoción del principiante. Pero afirmó los talones, y la respuesta, su imaginable calma y firmeza en cada sílaba, fue como levantarle la mano al padre: "Demasiado tarde, señor. Ya estoy adentro".

jueves, 15 de noviembre de 2012

Charanga


                                                    (foto: Lee Jeffries)


Otro ilustre morador de nuestro panteón de olvidados (a estas alturas, un argentinismo).

"FUE un trago largo, como un lazo. Pialó el acuerdo.
     Y dijo:
     –Mi padre llegó a Carmen de Patagones durante la administración del Comandante Oyuela.
     El pillaje de los indios devastaba las colonias y las estancias de la frontera.
     A base de robos y de comerciantes sin escrúpulos florecía la exportación de cueros y tasajo.
     Mi padre era gaucho. Llevaba cinco “muertes” encima. Y
     entró a punto en el juego.
     Porque entre reducidores, aventureros, corsarios y esclavos, el crimen es una ficha.
     Los soldados que mandó la Primera Junta a sofocar la revuelta del año 12 se rebelaron el 19.
     ¡Todavía se oían los ayes del Gobernador y se veían las cabezas de los oficiales enterrados vivos!
     Mi padre, corrido por la justicia, se encontró, a sí mismo, en la promiscuidad de los Aucas.
     Pues el gaucho que se asquea de la ley de los hombres regresa al instinto de la indiada.
     Con ellos robó y mató a gusto, hasta que vino el gallego Pincheira. ¡Ordene, Oficial Pincheira!
     Y entró a su banda militarizada de forajidos: indios, gauchos y soldados desertores.
     Mi padre dilapidó su parte de cuarenta mil vacunos "reducidos" a patacones en el Carmen.
     Hasta que los colonos cansados de pillajes se hicieron a su vez cuatreros y bandidos...
     La emoción de bandidaje es una emoción bárbara, pero subyugante de la especie.
     Arrasar, quemar; violar, matar; son cosas primarias que cobijan todas las almas.
     Mi padre decía: quien degüella, desuella y... resuella. Y no tuvo asco: bestias, indios o cristianos.
     Pero todo cansa. Y con una cautiva que rescató en Chile, merodeó por las orillas de Río Negro.
     Fuera del apero, su daga, sus piojos y su quillango, no tenia más que cicatrices.
     Juntó cueros de zorros y plumas de ñandú. Pero la honradez lo acobardaba...
     Se metió con los noruegos de una factoría de aceite. Y tuvo vergüenza del trabajo...
     ¡A él, que amaba los entreveros, le dolía matar focas a garrotazos en bahías desoladas!
     Mi padre, el 26, entró a bordo de un corsario cuando estalló la guerra con Brasil.
     Se curtió con sudestadas. Y se templó de nuevo en las matanzas de los abordajes.
     Carmen de Patagones vivía el esplendor que da la plata del vicio y la rapiña.
     Se hizo puerto libre y zona neutra. Se llenó de truhanes, putas y piratas: de vértigo y orgía.
     Los brasileros, hartos de ignominias y saqueos de corsarios, resolvieron hacer un escarmiento.
     Cinco navíos de guerra, del bloqueo a Buenos Aires, fondearon en las bocas del Río Negro.
     Y setecientos hombres, bajo el mando de un general inglés, enfilaron hacia Carmen de Patagones.
     La noticia apenó a todos. Entraban en la patria como el hacha en el árbol que se quiere.
     Mi padre se enroló en la defensa. Defensa improvisada, de milicos, gauchos y tahúres.
     Tenían de arma un espíritu de llama y de escudo solamente la tela de la faja y de la vincha.
     Cien jinetes en conjunto. Coordinaron el ataque con la astucia del indio y la rabia del desierto.
     Seis leguas separaban al invasor, de Patagones. Seis leguas de sed en un páramo de fuego.
     Los infantes brasileños lo ignoraban. Conducidos sin cautela, se filtraron de cansancio en el camino.
     Mi padre, entonces, abrió lucha de emboscada. Los sedientos bebieron sangre en sus heridas.
     Los demás, la lengua seca, se desbandaron como loros ante el huracán de los centauros.
     En medio de una escaramuza, el brillante uniforme del general atraía la mirada.
     Mi padre lo volteó de un balazo mientras sus huestes sucumbían por las cargas y la sed.
     Y deseando con locura su uniforme, se precipitó sobre el
     general, a despojárselo.
     Su cuerpo inmóvil cedía dócilmente. Ya casi desnudo, mi padre quedó bizco de repente.
     ¡Un anillo magnifico destellaba en su mano! En el apuro de tenerlo, le cortó el dedo de un hachazo.
     Fue un ¡ay! horrible. El general, nada más que herido, simulaba la muerte por salvarse...
     ¡Pero la muerte vino sin piedad! Y mientras milicos y gauchos arreaban prisioneros,
     Mi padre le hundió la daga en el corazón; la revolvió como una bombilla en el mate.
     Y ufano del anillo y la chaqueta, galopó sobre cadáveres a dirigir la columna derrotada."


(fragmento de Aquende, de Juan Filloy)