(foto: Lee Jeffries)
Otro ilustre morador de nuestro panteón de olvidados (a estas alturas, un argentinismo).
"FUE un trago largo, como un lazo. Pialó el acuerdo.
Y dijo:
–Mi padre llegó a Carmen de Patagones durante la
administración del Comandante Oyuela.
El pillaje de los indios devastaba las colonias y las
estancias de la frontera.
A base de robos y de comerciantes sin escrúpulos
florecía la exportación de cueros y tasajo.
Mi padre era gaucho. Llevaba cinco “muertes” encima. Y
entró a punto en el juego.
Porque entre reducidores, aventureros, corsarios y
esclavos, el crimen es una ficha.
Los soldados que mandó la Primera Junta a sofocar la
revuelta del año 12 se rebelaron el 19.
¡Todavía se oían los ayes del Gobernador y se veían
las cabezas de los oficiales enterrados vivos!
Mi padre, corrido por la justicia, se encontró, a sí
mismo, en la promiscuidad de los Aucas.
Pues el gaucho que se asquea de la ley de los hombres
regresa al instinto de la indiada.
Con ellos robó y mató a gusto, hasta que vino el
gallego Pincheira. ¡Ordene, Oficial Pincheira!
Y entró a su banda militarizada de forajidos: indios,
gauchos y soldados desertores.
Mi padre dilapidó su parte de cuarenta mil vacunos
"reducidos" a patacones en el Carmen.
Hasta que los colonos cansados de pillajes se hicieron
a su vez cuatreros y bandidos...
La emoción de bandidaje es una emoción bárbara, pero
subyugante de la especie.
Arrasar, quemar; violar, matar; son cosas primarias
que cobijan todas las almas.
Mi padre decía: quien degüella, desuella y... resuella.
Y no tuvo asco: bestias, indios o cristianos.
Pero todo cansa. Y con una cautiva que rescató en
Chile, merodeó por las orillas de Río Negro.
Fuera del apero, su daga, sus piojos y su quillango,
no tenia más que cicatrices.
Juntó cueros de zorros y plumas de ñandú. Pero la
honradez lo acobardaba...
Se metió con los noruegos de una factoría de aceite. Y
tuvo vergüenza del trabajo...
¡A él, que amaba los entreveros, le dolía matar focas
a garrotazos en bahías desoladas!
Mi padre, el 26, entró a bordo de un corsario cuando
estalló la guerra con Brasil.
Se curtió con sudestadas. Y se templó de nuevo en las
matanzas de los abordajes.
Carmen de Patagones vivía el esplendor que da la plata
del vicio y la rapiña.
Se hizo puerto libre y zona neutra. Se llenó de
truhanes, putas y piratas: de vértigo y orgía.
Los brasileros, hartos de ignominias y saqueos de
corsarios, resolvieron hacer un escarmiento.
Cinco navíos de guerra, del bloqueo a Buenos Aires,
fondearon en las bocas del Río Negro.
Y setecientos hombres, bajo el mando de un general
inglés, enfilaron hacia Carmen de Patagones.
La noticia apenó a todos. Entraban en la patria como
el hacha en el árbol que se quiere.
Mi padre se enroló en la defensa. Defensa improvisada,
de milicos, gauchos y tahúres.
Tenían de arma un espíritu de llama y de escudo
solamente la tela de la faja y de la vincha.
Cien jinetes en conjunto. Coordinaron el ataque con la
astucia del indio y la rabia del desierto.
Seis leguas separaban al invasor, de Patagones. Seis
leguas de sed en un páramo de fuego.
Los infantes brasileños lo ignoraban. Conducidos sin
cautela, se filtraron de cansancio en el camino.
Mi padre, entonces, abrió lucha de emboscada. Los
sedientos bebieron sangre en sus heridas.
Los demás, la lengua seca, se desbandaron como loros
ante el huracán de los centauros.
En medio de una escaramuza, el brillante uniforme del
general atraía la mirada.
Mi padre lo volteó de un balazo mientras sus huestes
sucumbían por las cargas y la sed.
Y deseando con locura su uniforme, se precipitó sobre
el
general, a despojárselo.
Su cuerpo inmóvil cedía dócilmente. Ya casi desnudo,
mi padre quedó bizco de repente.
¡Un anillo magnifico destellaba en su mano! En el
apuro de tenerlo, le cortó el dedo de un hachazo.
Fue un ¡ay! horrible. El general, nada más que herido,
simulaba la muerte por salvarse...
¡Pero la muerte vino sin piedad! Y mientras milicos y
gauchos arreaban prisioneros,
Mi padre le hundió la daga en el corazón; la revolvió
como una bombilla en el mate.
Y ufano del anillo y la chaqueta, galopó sobre
cadáveres a dirigir la columna derrotada."
(fragmento de Aquende, de Juan Filloy)