jueves, 26 de abril de 2012

Refugio




Días de otoño galvanizado y mordedor acá, en las lejanías. Pero basta meter la mano aterida en los estantes, rozar las tapas, sopesar las deliciosas centenas de gramos de ese prodigio amenazado de muerte que llaman libro, abrirlo como quien ingresa a un santuario, para encontrar el abrigo, el abrazo reiterado pero inolvidable de páginas como ésta:

"Sobre el escritorio, la fotografía estaba entre el tintero y el calendario; las cabezas de los tres repugnantes sobrinos de la Queca esforzaban sus sonrisas a la espera del momento en que el hombre que me había alquilado la mitad de la oficina -se llamaba Onetti, no sonreía, usaba anteojos, dejaba adivinar que sólo podía ser simpático a mujeres fantasiosas o amigos íntimos- se abandonara alguna vez, en el hambre del mediodía o de la tarde, a la estupidez que yo le imaginaba y aceptara el deber de interesarse por ellos. Pero el hombre de cara aburrida no llegó a preguntar por el origen ni por el futuro de los niños fotografiados: "Lindos, ¿eh?, hubiera dicho yo; la hembrita es deliciosa"; y miraría sin pestañear a la muchachita de gran cinta en el pelo y ojos sin inocencia que alzaba el labio superior para toda la eternidad. No hubo preguntas, ningún síntoma del deseo de intimar; Onetti me saludaba con monosílabos a los que infundía una imprecisa vibración de cariño, una burla impersonal. Me saludaba a las diez, pedía un café a las once, atendía visitas y el teléfono, revisaba papeles, fumaba sin ansiedad, conversaba con una voz grave, invariable y perezosa.

Los días iban avanzando en el calor, mi dinero disminuía, a veces me juntaba con Stein para comer y lograba remedar ante él a su viejo, apocado amigo Brausen. Nunca sospechó nada y nuestros encuentros eran felices, con Mami o sin ella. El dinero disminuía y los hierros y vidrios que depositaba en la caja no bastaban para tranquilizarme; veía poco a Gertrudis, trataba de adivinar por medio de su risa o el punto de su belleza la buena o mala suerte que tenía en el amor, calculaba el tiempo que debía transcurrir para que estar con ella significara, realmente, engañar a otro."



(de La vida breve, de Juan Carlos Onetti)

domingo, 22 de abril de 2012

Amor locura y muerte







De entre sus Siete Locos, probablemente el predilecto de Arlt haya sido el Astrólogo. Feroz estratega de suburbio, de rasgos mongoles y consabido guardapolvo gris abotonado hasta el cuello  -quizás para sepultar la crueldad de su secreta mutilación-, pergeñó desde las sombras de su quinta ruinosa el desastre y la devastación del mundo. Habló de gases venenosos y debieron brillarle los ojos al imaginar los manotazos agónicos entre las nubes verdosas; pensó en voz alta el exterminio a mansalva por medio de bacilos imparables, y una sonrisa siniestra tuvo que torcerle la boca. Alrededor, atentos, preguntando, entusiasmándose, los otros locos. Y él, aplomado, sereno, lanzado, sin saberlo (o tal vez con plena consciencia) rozó profecías de catástrofes futuras, impensables allá por 1930. Y entonces dijo:



"¿Así que le interesa de dónde sacaremos los millones? Es fácil. Organizaremos prostíbulos. El Rufián Melancólico será el Gran Patriarca Prostibulario... todos los miembros de la logia tendrán interés en las empresas... Explotaremos la usura... la mujer, el niño, el obrero, los campos y los locos. En la montaña... será en el Campo Chileno... colocaremos lavaderos de oro, la extracción de metales se efectuará por electricidad. Erdosain ya calculó una turbina de 500 caballos. Prepararemos el ácido nítrico reduciendo el nitrógeno de la atmósfera con el procedimiento del arco voltaico en torbellino y tendremos hierro, cobre y aluminio mediante las fuerzas hidroeléctricas. ¿Se da cuenta? Llevaremos engañados a los obreros, y a los que no quieran trabajar en las minas los mataremos a latigazos. ¿No sucede esto hoy en el Gran Chaco, en los yerbales y en las explotaciones de caucho, café y estaño? Cercaremos nuestras posesiones de cables electrizados y compraremos con una pera de agua a todos los polizontes y comisarios del Sur. El caso es empezar. Ya ha llegado el Buscador de Oro. Encontró placeres en el campo chileno, vagando con una prostituta llamada la Máscara. Hay que empezar. Para la comedia del dios elegiremos un adolescente... Mejor será criar un niño de excepcional belleza, y se le educará para hacer el papel de dios. Hablaremos... se hablará de él por todas partes, pero con misterio, y la imaginación de la gente multiplicará su prestigio. ¿Se imagina usted lo que dirán los papanatas de Buenos Aires cuando se propague la murmuración de que allá en las montañas del Chubut, en un templo inaccesible de oro y de mármol, habita un dios adolescente... un fantástico efebo que hace milagros?
    ­ ¡Sabe que sus disparates son interesantes!
    ­ ¿Disparates? ¿No se creyó en la existencia del plesiosaurio que descubrió un inglés borracho, el único habitante del Neuquén a quien la policía no deja usar revólver por su espantosa puntería?... ¿No creyó la gente de Buenos Aires en los poderes sobrenaturales de un charlatán brasileño que se comprometía curar milagrosamente la parálisis de Orfilia Rico? Aquél sí que era un espectáculo grotesco y sin pizca de imaginación. E innumerables badulaques lloraban a moco tendido cuando el embrollón enarboló el brazo de la enferma, que todavía está tullido, lo cual prueba que los hombres de ésta y de todas las generaciones tienen absoluta necesidad de creer en algo. Con la ayuda de algún periódico, créame, haremos milagros. Hay varios diarios que rabian por venderse o explotar un asunto sensacional. Y nosotros les daremos a todos los sedientos de maravillas un dios magnífico, adornado de relatos que podemos copiar de la Biblia... Una idea se me ocurre: anunciaremos que el mocito es el Mesías pronosticado por los judíos... Hay que pensarlo... Sacaremos fotografías del dios de la selva... Podemos imprimir una cinta cinematográfica con el templo de cartón en el fondo del bosque, el dios conversando con el espíritu de la Tierra.
    ­ Pero usted, ¿es un cínico o un loco?
    Erdosain lo miró malhumorado a Barsut. ¿Era posible que fuera tan imbécil e insensible a la belleza que adornaba los proyectos del Astrólogo? Y pensó: "Esta mala bestia le envidia su magnífica locura al otro. Ésa es la verdad. No quedará otro remedio que matarlo."
    ­ Las dos cosas, y elegiremos un término medio entre Krishnamurti y Rodolfo Valentino, pero más místico; una criatura que tenga un rostro extraño simbolizando el sufrimiento del mundo. ¿Se imagina usted la impresión que causará al populacho el espectáculo del dios pálido resucitando a un muerto, el de los lavaderos de oro con un arcángel como Gabriel custodiando las barcas de metal y prostitutas deliciosamente ataviadas dispuestas a ser las esposas del primer desdichado que llegue? Van a sobrar solicitudes para ir a explotar la ciudad del Rey del Mundo y a gozar de los placeres del amor libre... De entre esa ralea elegiremos los más incultos... y allá abajo les doblaremos bien el espinazo a palos, haciéndolos trabajar veinte horas en los lavaderos."



(fragmento de Los Siete Locos, de Roberto Arlt)






lunes, 16 de abril de 2012

La calle literaria



Ayer apareció la primera edición de La calle literaria, columna del poeta y corrector literario Santiago Ocampos en agendaregional.com. El bautismo ocupó a Yo el pájaro y el cielo, mi segunda novela (en la foto, en un recóndito rinconcito del stand argentino en la Feria de Frankfurt 2010).
Como supe comentar, reiterar e incluso cansar en su momento, fue editada en el 2010 por el Fondo Editorial Rionegrino, luego del concurso donde obtuvo el primer premio en su género. Esta vez no diré nada más, solo que accedés a la reseña cliqueando acá.
Agradezco por esta gentileza que me honra a Santiago, que además de excelente poeta es un gran amigo.


P.D.: Devolveré los comentarios pendientes en el cortísimo plazo, lo prometo. ¡Disculpas y gracias!

martes, 10 de abril de 2012

El sonido y la furia







"Un escritor necesita tres cosas: experiencia, observación e imaginación. Cualesquiera dos de ellas, y a veces una puede suplir la falta de las otras dos. En mi caso, una historia generalmente comienza con una sola idea, un solo recuerdo o una sola imagen mental. La composición de la historia es simplemente cuestión de trabajar hasta el momento de explicar por qué ocurrió la historia o qué otras cosas hizo ocurrir a continuación. Un escritor trata de crear personas creíbles en situaciones conmovedoras creíbles de la manera más conmovedora que pueda. Obviamente, debe utilizar, como uno de sus instrumentos, el ambiente que conoce. Yo diría que la música es el medio más fácil de expresarse, puesto que fue el primero que se produjo en la experiencia y en la historia del hombre. Pero puesto que mi talento reside en las palabras, debo tratar de expresar torpemente en palabras lo que la música pura habría expresado mejor. Es decir, que la música lo expresaría mejor y más simplemente, pero yo prefiero usar palabras, del mismo modo que prefiero leer a escuchar. Prefiero el silencio al sonido, y la imagen producida por las palabras ocurre en el silencio. Es decir, que el trueno y la música de la prosa tienen lugar en el silencio."


(William Faulkner)

martes, 3 de abril de 2012

Las horas de citas




Confieso que nunca lo leí (como tantos, demasiados otros libros): Los pichiciegos, de Rodolfo Fogwill, aquel símil irreverente y nuestro de Merlín, su temible magia esta vez trasvasada a la palabra. Novela iniciática, la escribió en 1982, durante la guerra, en increíbles tres días. Apenas setenta y dos horas: el más pedestre conocimiento del oficio literario dice frenesí, sugiere delirio, bosqueja un trance casi oriental. Ahora se me ocurre que esas jornadas, un fin de semana tal vez, debieron albergar algún eco del muchacho que contempla, duro por el frío y la súbita conciencia del gatillo contra el dedo, al enemigo -sombras, figuras que se mueven allá, ya paridos por ese mar negruzco- que desembarca y avanza entre la desolación y el viento, y entonces tira y la ametralladora le tapa los gritos y le sacude el cuerpo entumecido. Chispazos del piloto que se arroja, montado en el jurásico descarte de algunas potencias, apenas protegido por sus invocaciones y por la foto de sonrisas y tiempos felices enganchada entre los instrumentos, contra el cañoneo rabioso de las fragatas que entonces continuaban  el linaje de Morgan, Drake y los mil corsarios que enarbolaron los pabellones de la frígida Albión. Algo, bastante, de la convulsa desesperación del estaqueado cuando, siglos después de perder toda sensibilidad, la cara contra la noche polar, le ruega a esa luna salvaje de las islas que le caiga encima y termine todo.      
Por eso, supongo, este fragmento:

"Se ve alcanzado por un cohete de tierra o un tiro de artillería el avión. La punta, o la cabina, o la cola o el ala, siempre una de esas partes, se pone a echar humo blanco y después negro. Parece lastimado y el humito es la sangre que le chorrea al avión. Entonces, cuando empieza a sangrar, salta la tapa del piloto –ese plástico–, y se va por el aire. Después sale algo del avión: es como un fierrito que salta para arriba, da vueltas en el aire, siempre subiendo. ¡Es el asiento del piloto, pegado al piloto, que se eyectó! “Eyectar” es una palabra que parece medio degenerada: la gente no piensa en “eyectar”. La gente mira ese fierrito que da vueltas y sube y al final queda quieto en el aire, antes de empezar a caer. La gente mira y les podrías tirar con Fal desde medio metro, que igual seguiría mirando. Se copa en eso. Muchos se vuelven locos. El fierrito, parado en el aire, empieza a bajar. Baja despacio, va de a poco tomando su velocidad. El fierrito, el sillón del piloto, suelta después algo que le colgaba, como un globito color naranja. De ahí, al rato, cuando esto tiene mucha velocidad y ya viene cayendo, salen mechones blancos. Es el principio del paracaídas. El mechón blanco flamea. El fierrito, el piloto y su asiento se sacuden abajo por eso que les flamea arriba. Del mechón blanco salen bolitas rojas, azules anaranjadas y otras blancas que se inflan de a poco. Ya es como un globo: es el paracaídas del avión de que cuelga el piloto y todo lo que viene con el piloto. Todos miran. A esta altura del cuento nadie se acuerda avión que cuando se le saltaron el piloto y su silla apuntó al mar y fue directo a zambullirse entre dos olas, cerca de la playa. Se acercan otros a mirar el globo grande como una carpa de circo que baja despacito, llega casi volando. Cruza estancias y médanos, pasa entre el monte Sidney y el McCullogh y sigue como volando y pasa cerca de los techos de los galpones. Una oveja lo mira pasar. Más miran. El avión a esta altura olvidado de todos, duerme apagado en el fondo del mar, que por estas regiones no es muy hondo. Sigue viajando el globo, es como un viaje en globo: los colores, ese tipo colgando. ¡Pero no acaba de caer! ¡Pronto se acabará la isla y él nunca termina de caer! Sigue volando. Cerca del suelo vuela a la misma velocidad de un jeep que esté bien del motor. Lo sigue un jeep. El jeep va galopando entre las piedras y en cualquier momento podría destartalarse. Atrás del jeep va un perro siguiéndolo, ladrando. Más atrás, sin aliento, van los soldados y los curiosos que quieren ver cómo termina de bajar ese globo. Toca el suelo. Lo que venía colgando –el hombre, sus cosas y el fondo del asiento– toca el suelo y después se desparrama el paracaídas lleno de hilachas, flecos, soguitas y herrajes de aluminio. Es automático: hay un momento cuando se sueltan, automáticos, los herrajes y el piloto queda en el suelo y lo que fue paracaídas, medio desinflado, se arrastra por el campo hasta enredarse en algún palo, o en un arbolito que por la helada nunca pudo crecer. Llega el jeep, llega el perro, llegan los más ágiles, que corrían atrás. El perro sigue chumbando, copado con los restos del paracaídas que al moverse solos parecen fantasmas. Todos se acercan y rodean al piloto. Los primeros lo sientan, lo tocan, lo palmean, le destraban las sogas y le desconectan el casco con micrófonos y auriculares y el tubo de oxígeno. Los de atrás se pelean por ver. Los de adelante les pasan el casco con cables y tubitos arrancados; los de atrás se entretienen con eso. Los de adelante mueven al piloto, atrás gritan contentos. Los de cerca se miran. Tocan uno por uno la ropa del piloto y entre todos lo vuelven a acostar. Después se corren para que los de atrás puedan mirar también y dejen de empujarlos. Lo miran los de atrás al piloto y se callan y se miran entre ellos. Después dan media vuelta y se van. El piloto, acostado, es todo azul y venía muerto. Uno de los que quedan se quita el guante, lo toca y dice “¿Cómo es posible que esté tan frío en un día así como éste?”. Otros miran el cielo: gris, nublado. La mayoría se va. Los del jeep le revisan los papeles. Uno se queda para mirar fumando lejos y piensa si no habrá estado siempre en el aire flotando muerto, azul, helado, el piloto."

Fue ayer, y también como si fuera ayer. Es hoy, para que no sea solamente, apenas, ayer. 


(P.D.: pronto devolveré los comentarios pendientes. ¡Gracias y disculpas!)