domingo, 28 de febrero de 2010

La vida breve



Una de las mejores novelas en la historia de la literatura en lengua española, han dicho de ella. Tiene que ser cierto. Otra obra maestra de Juan Carlos Onetti, aquel uruguayo de eternos lentes gruesos y bestiales romances con Idea Vilariño, única pero no exclusiva; engalanado por la leyenda de que publicaba las primeras versiones de sus textos; al que una vez le dijeron Maestro y contestó que no, "porque nunca le di clase a nadie"; quien guardaba entre sus papeles, encontrada una vez fallecido, la foto de un arquero que daba la espalda al partido para leer El pozo, su primera novela.

Arlt aspiraba a construir libros que sean "como un cross de derecha a la mandíbula". La vida breve tiene esa misma potencia, pero no sólo al final sino también durante, en cada párrafo, resultando la suma una andanada abrumadora que arroja al lector, indefenso desde la primera página, a la estupefacción absoluta, al asombro irreversible.

La vida breve es la historia de un hombre, Brausen. Publicista apocado, guionista en vías de fracaso, convive con su esposa Gertrudis, al decir de la contratapa "convaleciente de una operación que la ha dejado levemente mutilada", apenas tres palabras pero terribles para ese mundo de cuatro paredes: ablación de mama. Sobreviene una inevitable aridez de cariño físico que sobrepasa a un sediento Brausen. Reparará entonces en el otro lado, el departamento vecino donde sucede una conversación entre una mujer y un hombre. Un entretejido de murmullos y silencio con el que imagina sus movimientos, sus gestos, sus emociones.

Antes ha imaginado una ciudad fluvial, Santa María, al doctor Díaz Grey, un "borroso médico de cuarenta años". Empieza la puja orgiástica entre lo que es y lo que imagina, entre lo dado y el anhelo; la aguja enloquecedora de querer ser otro, pugnando por escapar a través de lugares demasiado estrechos, pagando para ello el precio de sacrificar lo que se tiene. Llegará un punto en que irremediablemente todo irá mezclándose, amenazando con una fusión que de suceder será letal para unos y otros. Todo en la mejor prosa de un Onetti pleno, todopoderoso, apoltronado en el punto caramelo del narrador total.

Como muestra, un botón con sorpresita:

"Sobre el escritorio, la fotografía estaba entre el tintero y el calendario; las cabezas de los tres repugnantes sobrinos de la Queca esforzaban sus sonrisas a la espera del momento en que el hombre que me había alquilado la mitad de la oficina -se llamaba Onetti, no sonreía, usaba anteojos, dejaba adivinar que sólo podía ser simpático a mujeres fantasiosas o amigos íntimos- se abandonara alguna vez, en el hambre del mediodía o de la tarde, a la estupidez que yo le imaginaba y aceptara el deber de interesarse por ellos. Pero el hombre de cara aburrida no llegó a preguntar por el origen ni por el futuro de los niños fotografiados: "Lindos, ¿eh?, hubiera dicho yo; la hembrita es deliciosa"; y miraría sin pestañear a la muchachita de gran cinta en el pelo y ojos sin inocencia que alzaba el labio superior para toda la eternidad. No hubo preguntas, ningún síntoma del deseo de intimar; Onetti me saludaba con monosílabos a los que infundía una imprecisa vibración de cariño, una burla impersonal. Me saludaba a las diez, pedía un café a las once, atendía visitas y el teléfono, revisaba papeles, fumaba sin ansiedad, conversaba con una voz grave, invariable y perezosa.

Los días iban avanzando en el calor, mi dinero disminuía, a veces me juntaba con Stein para comer y lograba remedar ante él a su viejo, apocado amigo Brausen. Nunca sospechó nada y nuestros encuentros eran felices, con Mami o sin ella. El dinero disminuía y los hierros y vidrios que depositaba en la caja no bastaban para tranquilizarme; veía poco a Gertrudis, trataba de adivinar por medio de su risa o el punto de su belleza la buena o mala suerte que tenía en el amor, calculaba el tiempo que debía transcurrir para que estar con ella significara, realmente, engañar a otro."



Finalmente, una disgresión, apenas vinculada por el título de la entrada pero que hoy día se impone sin remedio. Hoy, cuando la televisión se empecina con justicia en las postales desoladas y rotas de la violencia geológica. Tal vez, en la creciente multiplicación de estas masacres naturales, debamos pensar que hemos hecho mérito y esto no sea otra cosa que los anticuerpos de un planeta que se defiende, enloquecido por tantas heridas, de una plaga de sanguijuelas mínimas, incansables, devastadoras: nosotros.

miércoles, 24 de febrero de 2010

A un joven poeta



"Usted pregunta si sus versos son buenos. Me lo pregunta a mí, como antes lo preguntó a otras personas. Envía sus versos a las revistas literarias, los compara con otros versos, y siente inquietud cuando ciertas redacciones rechazan sus ensayos poéticos. Pues bien -ya que me permite darle consejo- he de rogarle que renuncie a todo eso. Está usted mirando hacia fuera, y precisamente esto es lo que ahora no debería hacer. Nadie le puede aconsejar ni ayudar. Nadie... No hay más que un solo remedio: adéntrese en sí mismo. Escudriñe hasta descubrir el móvil que le impele a escribir. Averigüe si ese móvil extiende sus raíces en lo más hondo de su alma. Y, procediendo a su propia confesión, inquiera y reconozca si tendría que morirse en cuanto ya no le fuere permitido escribir. Ante todo, esto: pregúntese en la hora más callada de su noche: "¿Debo yo escribir?" Vaya cavando y ahondando, en busca de una respuesta profunda. Y si es afirmativa, si usted puede ir al encuentro de tan seria pregunta con un "Sí debo" firme y sencillo, entonces, conforme a esta necesidad, erija el edificio de su vida."


(fragmento de Cartas a un joven poeta, de Rainer María Rilke)

sábado, 20 de febrero de 2010

Música no sólo para camaleones



De Truman Capote se trata. Desaforado de puertas para afuera, inclusive escandaloso; para adentro, mientras, era un fundamentalista del esfuerzo constante, de la terquedad por alcanzar el dominio absoluto de todas las técnicas narrativas.

Apabulló a todos en su primer concurso literario, a los diez u once años. A los veintipocos impactó con su primera novela, y empezó a instalar su nombre en pedestales de los que ya nunca bajaría. Mezcla de diva y fauno, signado por las luces y sombras de su genio, de golpe se descubrió famoso e insatisfecho. Lo pinchaba una inquietud que ni las fiestas ni el codeo con las estrellas del cine podían disimular. Entonces se lucía como periodista en Nueva York, y por eso nadie entendió nada cuando dijo lo que dijo: quería ir a Holcomb, un pueblito atemporal, hundido en las profundidades rurales de Kansas. En ese lugar, según recuadritos ínfimos de algunos pocos diarios nacionales, dos desconocidos habían irrumpido en la casa de una familia de granjeros, los Clutter, para maniatarlos, robarles unos pocos dólares y luego asesinarlos a escopetazos. El olfato de Capote le dijo que eso era lo que buscaba, el material para moldear una nueva criatura: la "novela de no ficción".

Pasó seis años en el pueblito, abocado en cuerpo y alma a su tarea. Siguió de muy cerca cada paso de la investigación, entrevistó hasta el hartazgo; así hasta que aprehendieron a Hicock y Smith, los sospechosos. Enseguida se enfocó en ellos. Se convirtió en confidente de los detenidos, intercediendo por ellos, consiguiéndoles favores y abogado defensor, llegando a involucrarse sentimentalmente con Smith, sorbiéndoles sin pausa información para el borrador de la novela que lo llevaría a la cumbre.

Al séptimo año, cuando habían fracasado todas las apelaciones y la horca era una realidad para ambos condenados, al tiempo que Capote giraba preso de su propio remolino y se veía obligado a acompañarlos hasta la misma ejecución, entonces fue que apareció el libro. Lo llamó, inmejorablemente, "A sangre fría. El libro tuvo un éxito conmocionante y convirtió a Capote en una especie de semidios.

La gloria costó caro. Enceguecido, Truman había sobrepasado todos los límites aconsejables. Algo se había quebrado dentro suyo; afuera llovían los flashes, los billetes, las alabanzas.

En medio de tanto ruido recrudecieron todos sus vicios. Aún rutilante pero desbarrancándose sin remedio, tuvo tiempo de parir otras dos o tres gemas antes de consumarse su autodestrucción.

La introducción venía a que, hace un tiempo, se cumplió otro aniversario suyo. En ocasión de ello, Patricia Suárez publicó un opúsculo imperdible. Copio y pego:


"Conocí a Truman Capote a mis 22 años. Por ese entonces yo trabajaba en una zapatería y garrapateaba horribles cuentos los sábados por la tarde, que tenía libres. Me imaginaba que la literatura era algo que les pasaba a las demás personas. Como consuelo leía cuanto caía en mis manos, pero todo cambió el día que llegó a mí Plegarias atendidas, la novela póstuma de Capote. No pude quitar mis ojos de esta historia y ese mismo día, cuando cerré el libro, decidí hacerme escritora. Plegarias atendidas había sido escrito más o menos a la par de Música para camaleones, un libro de reportajes y retratos.
Ya el prólogo es una lección de vida para los incautos. A ver, escribir no tiene nada que ver con pasársela de fiesta en fiesta con bebidas burbujeantes en la mano. "Un día empecé a escribir", cuenta, "sin saber que me había encadenado a un amo noble pero despiadado. Cuando Dios nos ofrece un don, al mismo tiempo nos entrega un látigo, y éste sólo tiene por finalidad la autoflagelación." Capote cuenta la técnica con que enfrentó las crónicas en Música para camaleones: en el periodismo, el objeto de estudio se trata linealmente. Y en la narrativa, verticalmente, en profundidad. Esto quiere decir más o menos lo siguiente: un periodista no tiene por qué ponerse en la piel de su entrevistado. Capote se propone -y esta es la innovación- meterse en la piel de sus objetos periodísticos. ¿Qué hace falta para esto? La convicción de que todos somos más o menos iguales y que cometemos errores -siempre por amor, dice él- y la convicción de que la literatura es más sagrada que tu madre y que la religión juntas.
A primera vista, Capote parece un escritor frívolo, que entrevista estrellas como Marilyn Monroe o Marlon Brando, sin embargo tiene la rigurosidad de un cirujano. Investigaba sus propios métodos de trabajo, los cuestionaba. El escribía con todo su cuerpo, no escatimaba nada. Era un lector desaforado, leía -según su propia declaración- cinco libros por semana y todos los diarios todos los días. Lo anotaba todo, conversaciones, imágenes. Era un tipo que había comenzado a escribir a los diez años y nunca paró de hacerlo. Sus orígenes eran muy humildes y cada logro tuvo que haberle costado un gran esfuerzo. Una persona no se vuelve un escritor o un artista, sino tiene una voluntad de acero. Pero después está lo otro, también, y a Capote no se le escapaba: el talento: "Al principio, escribir fue muy divertido. Dejó de serlo cuando averigüé la diferencia entre escribir bien y mal; luego hice otro descubrimiento más alarmante todavía: la diferencia entre escribir bien y el arte verdadero; es sutil, pero brutal. ¡Y, después de aquello, cayó el látigo!".
Demás está decir que me convertí en una fanática de los libros y las enseñanzas de Capote, que lo hice mi mentor. En alguna parte, él escribió: "Tengo la teoría de que si deseas algo con suficiente ardor, lo consigues, sea lo que sea. Pero hay que desearlo de verdad y concentrarse en ello las veinticuatro horas del día. Si lo haces, lo consigues". Yo, dejé mi puesto de vendedora en la zapatería y me hice escritora."

domingo, 14 de febrero de 2010

14 de febrero



Fecha paradigmática si las hay. Se podría deslizar, maliciosamente y a riesgo de ser tachado de sacrílego, que es un día cuyo signo luminoso tal vez fue planeado, calculado y ejecutado por una oscura cofradía de comerciantes. Desaconsejo a cualquier novio o esposo que obvie las atenciones pertinentes escudándose en argumentos como ése.

Sigo pensando, como aquella vez, que en días así el escritor detenta cierta expectativa. Jardines tallados en el papel; su aura, siempre tenue, ahora una furiosa jauría de relámpagos; palomas, conejos y dragones brotando de la página. Y está bien.

Empero, amanece un desaire. El "mundo real" ha largado a sus perros de caza: compromisos, obligaciones, rutina. Intento escapar, perderles el rastro, sin mucho éxito por ahora.

De todos modos, el otro día leía un cuento y un fragmento quedó tintineando en la memoria. Más allá de la impactante maestría narrativa del autor, golpea la contundencia de sus imágenes. En dos párrafos brillan los trazos del desgarro, de la desesperación aturdiendo en el vacío. Del amor que, de golpe y por equis razón, queda mutilado. Y entonces sangra, se retuerce en sus propios charcos, tirita por la muerte que siente próxima pero demora su arribo. Mutilado, sí, y con demasiada vida.


"Bruscamente, como sobrevienen las cosas que no se conciben por su aterradora injusticia, Subercasaux perdió a su mujer. Quedó de pronto solo, con dos criaturas que apenas lo conocían, y en la misma casa por él construida y por ella arreglada, donde cada clavo y cada pincelada en la pared eran un agudo recuerdo de compartida felicidad.
Supo al día siguiente al abrir por casualidad el ropero, lo que es ver de golpe la ropa blanca de su mujer ya enterrada; y colgado, el vestido que ella no tuvo tiempo de estrenar.
Conoció la necesidad perentoria y fatal, si se quiere seguir viviendo, de destruir hasta el último rastro del pasado, cuando quemó con los ojos fijos y secos las cartas por él escritas a su mujer, y que ella guardaba desde novia con más amor que sus trajes de ciudad. Y esa misma tarde supo, por fin, lo que es retener en los brazos, deshecho al fin de sollozos, a una criatura que pugna por desasirse para ir a jugar con el chico de la cocinera."


(de El desierto, de Horacio Quiroga)

jueves, 11 de febrero de 2010

Insaciabilidad




Algunos conceptos de Morgan le Fay, aquella hechicera desmesurada que se consagró a derrumbar Camelot. Su ideario, forjado en el seno del folclore medieval de la Britania, sigue vigente. Algunos discípulos entusiastas andan entre nosotros...mejor dicho, encima de nosotros:


"La voz de Morgan sonó filosa como una cimitarra.

- Yo no he fracasado - dijo-. Mis sagaces hermanitas te han ofrecido los brillantes jirones de una vestidura, los fragmentos rotos de una imagen sagrada. Yo te ofrezco el todo del que esos retazos forman parte: te ofrezco el poder. Si deseas mujerzuelas con trajes de fantasía, el poder te las conseguirá. ¿Admiración? Hay todo un mundo ansioso de besar traseros con sus labios babeantes. ¿Una corona? El poder y un pequeño puñal la depositarán en tu cabeza. ¿Cambios? El poder te permitirá cambiar de ciudad como de sombrero, y aplastarlas cuando te hartes de ellas. El poder atrae la lealtad antes de exigírtela. La voluntad de poder hace que el bebé siga mamando con nostalgia cuando ya está lleno, le aconseja al niño que robe el juguete de su hermano, hace madurar una entera cosecha de muchachas concuspicentes. ¿Qué hace al caballero arrastrar los tormentos que le darán el galardón o la muerte? El poder de la fama. ¿Por qué hay hombres que apilan posesiones que no pueden utilizar? ¿Por qué un conquistador se adueña de comarcas que no verá jamás? ¿Qué instiga al eremita a revolcarse en la mugrienta negrura de su celda, sino la promesa de poder, o influencia al menos, en el cielo? ¿Y acaso esos santos locos y humildes rechazan el poder de la intercesión? ¿Qué crimen no se transforma en virtud en las manos del poder? ¿Y la virtud, no es en sí misma una forma de poder? ¿La filantropía, las buenas acciones, la caridad, no son préstamos con el respaldo del poder futuro? Es la única heredad que no se marchita ni se vuelve tediosa, porque no hay poder que alcance. Un viejo en quien se han secado los jugos de todos los otros deseos es capaz de arrastrarse sobre sus trémulas rodillas a la tumba sin que sus manos dejen de arañar frenéticamente en busca de poder.

Mis hermanas te han ofrecido el queso para las lauchas de los deseos menores. Han apelado a las sensaciones, a la saciedad y a la memoria. Yo no te ofrezco un don, sino la habilidad, el derecho y el deber de apropiarte de todos los dones, de todo cuanto puedas concebir, y cuando te hartes de ellos podrás despedazarlos como vasijas y arrojarlos a la pila de los desperdicios. Más aún, te ofrezco poder sobre los hombres y mujeres, sobre sus cuerpos, sus esperanzas, sus temores, sus lealtades y sus pecados. Ése es el poder más dulce de todos. Pues puedes dejarlos correr un poco e impedirles el acceso al cielo como quien no quiere la cosa. Y cuando el desprecio por tanta vulgaridad acabe por asquearte, puedes reducirlos a coágulos agonizantes tal como si echaras sal en un regimiento de babosas y las contemplaras consumirse en su propia viscosidad."


(de Los hechos del rey Arturo y sus nobles caballeros, John Steinbeck)

martes, 9 de febrero de 2010

Quince



"Tu rostro, que aparece -un relámpago- y que
desaparece. Muero buscando entre palabras
apagadas un ascua de verdad que ilumine
un instante ese rostro. Haberlo casi visto
-un reflejo en el río- y vivir solamente
para volver a verlo. Que aparece -un relámpago-
y que desaparece. Qué dolor y qué gozo
este mover palabras, materia que se cierra
con espesor de piedra sobre Tu luminosa
permanencia, o que logra un destello, o siquiera
nos permite ese leve temblor de Tu inminencia
bajo la piel de un verso. Es esto la poesía:
buscar en las palabras, con las palabras, contra
las palabras Tu rostro, que aparece -un relámpago-
y que desaparece."


(Splendor veritatis, Miguel d'Ors)

sábado, 6 de febrero de 2010

Acerca de un Esc.



Muchas horas, pocas baterías. Me saca del brete un inefable vasco, Ibargüengoitía:

“Un ingeniero se pone Ing. antes del nombre, y cuando su mujer llega a la casa, le pregunta a la criada:
–¿Ya llegó el ingeniero?“
Ninguna esposa de escritor le ha preguntado nunca a ninguna criada si ya llegó el Escritor. Entre otras cosas, porque lo más probable es que no tenía criada, y porque sabe que su marido no ha salido; está en su cuarto, frente a la máquina, devanándose los sesos.
“Un Lic., un Arq., un Ing., antes del nombre, o un CTP después, son signo de que alguien se ha pasado años leyendo libros que nadie leería motu propio. ¿Pero nosotros? Para escribir novelas no se necesita más que leer novelas, que, después de todo, se supone que la gente lee por gusto. Así que además de parásitos superfluos somos hedonistas”.