lunes, 26 de marzo de 2012

Entre la letra y la sangre




“Pero los seres humanos son ajenos al espíritu puro: porque lo propio de esta desventurada raza es el alma, esa región desgarrada entre la carne corruptible y el espíritu puro, esa región intermedia en que sucede lo más grave de la existencia: el amor y el odio, el mito y la ficción, la esperanza y el sueño. Ambigua y angustiada, el alma sufre (cómo podría no sufrir!), dominada por las pasiones del cuerpo mortal y aspirando a la eternidad del espíritu, vacilando perpetuamente entre la podredumbre y la inmortalidad, entre lo diabólico y lo divino. Angustia y ambigüedad de la que en momentos de horror y de éxtasis crea su poesía, que surge de ese confuso territorio y como consecuencia de esa misma confusión: un Dios no escribe novelas.” 


(de Abaddon el exterminador, de Ernesto Sabato)

lunes, 19 de marzo de 2012

Acechos



Buenos Aires. La “capital de un imperio que no fue”, como alguna vez la definió Huxley. Mediodía de diciembre: ardían el pavimento y sus urgencias, las hamacas desvalidas,  los cristales de mil edificios y de sofisticadas vidrieras, el chaperío de las villas. En el subterráneo tampoco había tregua: la masa humana, siempre numerosa, siempre apretujada, alternaba su ansiedad entre los relojes y la boca del túnel, su viento caliente, sus murmullos de fantasmas y motores. Una luz pareció raspar aquella pared y enseguida iluminó las caras anónimas, pringosas como el resto de los cuerpos que ya se apiñaban contra el borde, prestos a lanzarse al inminente amasijo de los vagones.
Ahí dentro fue que lo vi.  Aferrando con fuerza el equipaje y la mano de mi señora –esperables, nominales precauciones de provinciano en la capital- escrutaba el aburrimiento, la desidia, la abulia, la nada de esos rostros. Ahí estaba él, a unos dos metros y diez cuerpos de distancia. Sentado, una mochila sobre las rodillas juntas le servía de apoyo para las muñecas y el libro abierto. Lo miré sin disimulo: leía afanosamente. Absorto pasaba las páginas; el papel ocre, un nombre en la tapa que quise pero no pude descifrar. Alrededor y encima suyo, los pisotones y los vapores del apretujamiento humano, el calor de la época y la fricción, los invisibles punguistas y tocones que, ocultos en el montón, calculaban el momento para concretar sus obsesiones. Ni siquiera pudieron los zarandeos del subte lanzado en velocidad, que acompañaba blando, dejándose llevar –también- por la máquina. Indiferente, indemne, inmune a todo: leía, leía sin pausa. Empecé a intuir la filiación del hombre.
La sospecha se confirmó del todo cuando, inesperadamente, guardó el libro en la mochila. Entonces no se entregó al zamarreado sueño contra la ventanilla, ni a la pantallita del celular. Inmediatamente se puso a observar. A su vecino de asiento, a los que tenía parados a milímetros de sus rodillas todavía juntas; con un disimulo que no me pudo ocultar ese mismo afán que un rato antes había dedicado a la lectura. Observaba con el ahínco de quien no se detiene en las ropas y posturas del sujeto, sino que traspasa y trasciende: imagina sus miedos, sus ilusiones de infancia, sus peores derrotas, sus sueños truncos y pendientes.
Ya no tenía dudas. Lo sentí cercano, compatriota, consanguíneo. Se me ocurrió ya no preguntarle, sino abordarlo para continuar el propiciatorio “disculpame” con la afirmación de la secreta, maldita, luminosa hermandad de nuestra secreta, maldita, luminosa subespecie. Justo entonces resoplaron las puertas y el aluvión nos arrastro de nuevo a las urgencias, a los ardores, al unánime y reiterado vértigo de ese mediodía de diciembre.    

domingo, 11 de marzo de 2012

Té para uno







(viene de la entrada anterior)



Esas ocho palabras le bastaron para ganarme. Oliverio, definitivamente, era el más especial de todos los poetas que me buscaron.
Latíamos el uno en el otro, confesión de sus ojos cada vez más grandes, avellana salvaje. Todavía estaba junto a la tumba fresca cuando esgrimí, disfrazada de mi mano, la invitación a escapar de ese contertulio, para rescatarla de los ecos de la muerte que cabalgaban el cuarto creciente de su incomodidad.
Borges quiso hablarme, balbuceó algunas palabras sueltas, hasta que la mano de Oliverio volvió, no ya para limpiar la mesa sino para invitar la mía, “señorita Lange, ¿me concedería la gracia y el éxtasis de su compañía?”.
Dolor profundo, insondable abismo de asfixia.
Celestial el guante que resbaló como cuchilla por mi brazo, rojo como si fuera la primavera de mis venas, imborrable como si fuera la única que olvidó su rastro en mi piel…
De la mano me sacó del salón y de Borges. A su lado marché feliz, haciendo caso omiso a los dedos que señalaban y las manos que tapaban las bocas, hacia la noche fresca.
Oscuridad amiga, perfecto tu lecho inalcanzable al que esa tibieza escarlata me llevó.
Noche inverosímil, junto a la silla vacía, mi consternación, la piedad muda de los demás. Aplastado por la catástrofe, debí marchar por el mismo camino que previamente desandaron los nuevos y trágicos amantes, junto al lago y las sombras, acompañado por el silencio sin límite y las intuiciones peores.
Más de una tarde volvería a ese camino, algunas veces verde, otras dorado de otoño. Los patos del lago me conocieron.
— ¿No nos traés más poemas? — deslizaba algún amigo en el bar que cada vez me veía menos, un sutil mensaje en clave.
— No escribo más poesía. No me sale — contestaba yo en el mismo código.
Otros temas, otros escritos: ésas eran mis armas contra la memoria. Esoterismo, magia, alquimia, todo cifrado en prosa, todo dentro de las tapas de un libro chico, “Discusión”, 1932 rezaba en los bajos de la carátula a la que pocos iniciados prestaron atención.
Dormía el recuerdo un letargo pesado y distante que a veces revivía para volverse abrumador, vecino, aferrado a mí como esa tarde que volví al bar y dos amigos, al verme, escondieron rápido el libro que leían: “Espantapájaros” susurró la tapa fugaz, la G grande y roja de Girondo, también de Lange. Se dieron cuenta, mi gesto delator. El poemario del que hablaba la ciudad, sensación, burbuja, la obra del otro en ese mismo año. Giré sobre mis talones y me fui.
No volví al bar. Sí al camino junto al lago, la vía de la crucifixión. Después fui a una armería. El hombre detrás del mostrador, sin pelo y con la cara como de otro tiempo, tendió el arma con desgano. La misma indiferencia encontré en el primer hotel que encontré, donde apurado pedí un cuarto. Destino trágico el que pretendía emular, Leopoldo Lugones sentado en esa cama vetusta, el arma sopesada por mis manos que pegaron afiches literarios en los arrabales porteños, que forjaron los poemas que nunca volverán, que supieron de ese guante rojo y esa mano graciosa, sutil, perfecta. Inútiles para lo uno y para lo otro. A la mañana siguiente el pasillo me vio cerrar la puerta con cuidado, para encerrar al arma escondida debajo de la almohada y al insomnio de esa noche de espera, infinita duda, flagelación sin pausa.
Los años pasaron. Con ellos se fue el color de las cosas, la luz. Despacio llegó la veneración, mi apellido retumbando en las bibliotecas, las filas del banco, las aulas, los muelles. Invitaciones, conferencias, aplausos, premios, condecoraciones, la crítica de rodillas y haciendo reverencias, todo se multiplicaba alrededor de mi apellido, de mi firma en infinitos libros. Todo en la misma enorme ciudad que aún cobija, en alguna parte, la caminata fantasma del poeta y su musa; los susurros de ambos los clavos de mi cruz; la sangre resbalando por mis brazos, la tinta que llena mis libros…, siempre con la B grande en la tapa, para llevar la vista hacia mi apellido que es el gancho según los editores cuyo capricho consiento. Pido una sola condición: que sea de color rojo. Sí, rojo. Un rojo intenso que ya no puedo ver.  


(P.D.: prometo devolver los comentarios pendientes en el cortísimo plazo. ¡Perdón y gracias!)

miércoles, 7 de marzo de 2012

Té para dos



(viene de la entrada anterior)
Presencié el ingreso de ambos, artificioso, ceremonial. Inevitable una sonrisa ante el espectáculo. Él gris, ella puro rojo; ceniza y fuego.
Así que ése es Oliverio, pensé mientras le sostenía la mirada. Tanto se habla de él, tantas cosas contó mi hermana: Que volvió locos a todos en París, que los poetas franceses se rindieron a él y le tributaron adoración. Si sus versos son como sus ojos…
Noté que se miraron, sentí el cómo. Intenté distraerme en la búsqueda de asientos para nosotros dos, pero fue infructuoso. Sólo había un par de sillas, en una inquietante vecindad con el otro.
Destino sagrado el que conjuró a los comensales para que los únicos resquicios estuvieran cerca mío, que fueran la trampa tentadora hacia la cual se acercaron, ella delante y él, como arrastrado por esa mano delgada y firme, detrás. Mágicamente, la audiencia circular de mis aventuras parisinas ya no era más que un murmullo.
Jorge Luis y yo debimos sentarnos cerca de él…
Tiesa, encendida, un poco ausente, en eso se había transfigurado mi Freya.
Un aleteo inquietante y dulzón sobre nosotros. Su mano, fina y roja y recién firme, resultó una mariposa sobre la mesa, en busca de una copa.
Tan torpe como nerviosa volqué una botella de vino tinto. Él se paró y dijo:
- Parece que va a correr sangre entre nosotros – y hundí mis ojos en esos grandes, avellanados, que me miraban desde abajo, sentada junto a su viudo gris ahora tan lejano.

(continuará...)

martes, 6 de marzo de 2012

Té para tres



(viene de la entrada anterior)

Todos me deseaban. Poetas, en su mayoría. Había algún narrador, pero los otros eran los más vulnerables. Mi hermana también tenía su predicamento, pero yo era la musa de esos tipos de mirada tan fácil y descarada como sus versos. Y entre ellos había uno especial: Jorge Luis.
Yo. Cada vez tenía menos dudas de ser el preferido de Norah. Todos le ofrendaban lo mejor de sus plumas, regalos para lograr el favor de esta divina Freya de pelo rojo. Debo incluirme en el listado de abnegados, alucinados, alienados. Los arrabales me veían andar con paso de baile; la noche era testigo y escenario de mis versos que salían a borbotones, esos que Norah leía en silencio al otro día, con una sonrisita en los labios también rojos. Y yo a su lado, conteniendo la respiración, arrobado en la contemplación de quien hubiera recibido sacrificios y santuarios por parte de los antiguos. Entonces ella doblaba la hoja con delicadeza, levantaba la vista para encontrar la mía, y el premio iba desde una sonrisa hasta un paseo por el barrio, parsimonioso al surcar la hojarasca de las veredas. En uno de esos paseos, al llegar a una esquina, la invité al baile en honor de Güiraldes.
— ¿Y qué te dijo? — preguntaron esa noche los muchachos en el bar.
— Que sí — y largué la carcajada feliz, y ellos también, y esa noche fue risa y tango fogoso hasta que amaneció.
Él siempre tan galante. Los demás poetas le escriben a cualquier mujer, pero él no. Él es distinto, siempre me busca, todos sus versos son para mí. Por eso irá conmigo a ese baile en los lagos de Palermo.
Como tantas otras veces pasé a buscarla por su casa de la calle Tronador, esta vez aún más exultante. Golpeé la puerta, apareció Norah en el umbral, increíble en ese vestido largo. Su brazo enguantado de rojo resbaló bajo el mío y así, en estado de gracia, marchamos hacia aquellos salones de gala.
El lugar del baile se veía impactante. Jorge Luis bajó primero del carro, de un salto, para abrirme la puerta y tender su mano. Entré de su brazo. Todos se giraron para mirarnos, hubieron murmullos. Yo sonreía. Recorrí todas las miradas, y fue entonces que lo vi. 
Es la protegida de Borges, decían. No en mi presencia, claro, pero era fácil descifrar los mohines afectados de esos poetas. Celos, incendio en sus vientres. Ajeno a esas minucias, yo sonreía por la caricia de ese resplandor rojo a mi lado, en mi brazo. Creo que fue entonces que descubrí al otro, tapado por algunos aduladores, pero no sabría decirlo.
...
(continuará)

sábado, 3 de marzo de 2012

El otro, el mismo



Alguna vez quedó asentado el pedido -y también la posterior promesa de mi parte- de subir acá alguno de mis textos. Reitero la confidencia: ése fue el propósito original de este Jardín. Que después fue mutando, claro, para convertirse en una cajita de resonancia de otras voces, esas que me enseñaron las felices formas del asombro, e inconscientemente llevado por un mandato borgeano que entonces desconocía: "Lo importante es revelar belleza y sólo se puede revelar belleza que uno ha sentido."

Luego de una década de garabatear cuentos, no tengo mucho para mostrar a ese respecto. Resultado de la demasiada autoexigencia. Opongo un atenuante: esos diez años contienen a mi más tierna infancia literaria, consagrada en sacrificio al panteón de dioses implacables que gobiernan a ese género, hermético si lo hay. Aunque parezca raro, sé que no fui el único en empezar por lo difícil: tal vez se debe al miedo que infunden al narrador novicio la novela y sus altas cumbres. La poesía, mientras tanto, no es para cualquiera: hay que nacer bajo el signo de ciertas, indecibles estrellas.

Hoy, en examen retrospectivo de aquellos tiempos de forja, arenales y tropiezos, comprendo que no han sido vanos. Nunca es inútil. Apuntaba a que hay algunos destellos.

Y creo que este cuentico es uno. Es de los últimos -ya que no escribo más cuentos, salvo para circunstancias específicas- y, cosa rara, me ha dejado conforme.

Aborda un suceso de la juventud de Borges, cuando todavía era Georgie y escribía versos, allá en la esplendorosa Buenos Aires de los años 20. A su alrededor ya despuntaban, jóvenes y por eso invencibles, ya visiblemente predestinados para la gloria, el resto de los escritores que hoy nombran bibliotecas y se estudian en Letras. Hubo una mujer, como no podía ser de otra manera cuando se trata de juventud y poesía. También el otro, un Poeta, recien repatriado de la París donde vio y bebió el futuro de la palabra.

La ecuación, imposible así planteada, resultó en una herida profunda que mató por desangramiento al Borges poeta, y que según Fabián Casas lo empujó a la cuentística, y por ende a la inmortalidad. A la adjetivación de su apellido. A ser un mito en un mundo donde desaparecen los idiomas y se desertifican las formas de expresión.

Demasiado prolegómeno. Se llama Té para tres, fue incluido en una antología publicada por el Fondo Editorial Rionegrino en el año 2010 (en la foto, la contratapa), y dice así...