lunes, 27 de junio de 2011

Y que el futuro diga



Con Los lanzallamas finaliza la novela de Los siete locos.

Estoy contento de haber tenido la voluntad de trabajar, en condiciones bastante desfavorables, para dar fin a una obra que exigía soledad y recogimiento. Escribí siempre en redacciones estrepitosas, acosado por la obligación de la columna cotidiana.


Digo esto para estimular a los principiantes en la vocación, a quienes siempre les interesa el procedimiento técnico del novelista. Cuando se tiene algo que decir, se escribe en cualquier parte. Sobre una bobina de papel o en un cuarto infernal. Dios o el Diablo están junto a uno dictándole inefables palabras.

Orgullosamente afirmo que escribir, para mí, constituye un lujo. No dispongo, como otros escritores, de rentas, tiempo o sedantes empleos nacionales. Ganarse la vida escribiendo es penoso y rudo. Máxime si cuando se trabaja se piensa que existe gente a quien la preocupación de buscarse distracciones les produce surmenage.

Pasando a otra cosa: se dice de mí que escribo mal. Es posible. De cualquier manera, no tendría dificultad en citar a numerosa gente que escribe bien y a quienes únicamente leen correctos miembros de su familia.

Para hacer estilo son necesarias comodidades, rentas, vida holgada. Pero por lo general, la gente que disfruta de tales beneficios se evita siempre la molestia de la literatura. O la encara como un excelente procedimiento para singularizarse en los salones de sociedad.

Me atrae ardientemente la belleza. ¡Cuántas veces he deseado trabajar una novela, que como las de Flaubert, se compusiera de panorámicos lienzos…! Mas hoy, entre los ruidos de un edificio social que se desmorona inevitablemente, no es posible pensar en bordados. El estilo requiere tiempo, y si yo escuchara los consejos de mis camaradas, me ocurriría lo que les sucede a algunos de ellos: escribiría un libro cada diez años, para tomarme después unas vacaciones de diez años por haber tardado diez años en escribir cien razonables páginas discretas.

Variando, otras personas se escandalizan de la brutalidad con que expreso ciertas situaciones perfectamente naturales a las relaciones entre ambos sexos. Después, estas mismas columnas de la sociedad me han hablado de James Joyce, poniendo los ojos en blanco. Ello provenía del deleite espiritual que les ocasionaba cierto personaje de Ulises, un señor que se desayuna más o menos aromáticamente aspirando con la nariz, en un inodoro, el hedor de los excrementos que ha defecado un minuto antes.

Pero James Joyce es inglés. James Joyce no ha sido traducido al castellano, y es de buen gusto llenarse la boca hablando de él. El día que James Joyce esté al alcance de todos los bolsillos, las columnas de la sociedad se inventarán un nuevo ídolo a quien no leerán sino media docena de iniciados.

En realidad, uno no sabe qué pensar de la gente. Si son idiotas en serio, o si se toman a pecho la burda comedia que representan en todas las horas de sus días y sus noches.

De cualquier manera, como primera providencia he resuelto no enviar ninguna obra mía a la sección de crítica literaria de los periódicos. ¿Con qué objeto? Para que un señor enfático entre el estorbo de dos llamadas telefónicas escriba para satisfacción de las personas honorables:

"El señor Roberto Arlt persiste aferrado a un realismo de pésimo gusto, etc., etc."

No, no y no.

Han pasado esos tiempos. El futuro es nuestro, por prepotencia de trabajo. Crearemos nuestra literatura, no conversando continuamente de literatura, sino escribiendo en orgullosa soledad libros que encierran la violencia de un "cross" a la mandíbula. Sí, un libro tras otro, y "que los eunucos bufen".
El porvenir es triunfalmente nuestro.

Nos lo hemos ganado con sudor de tinta y rechinar de dientes, frente a la "Underwood", que golpeamos con manos fatigadas, hora tras hora, hora tras hora. A veces se le caía a uno la cabeza de fatiga, pero…. Mientras escribo estas líneas pienso en mi próxima novela. Se titulará El Amor brujo y aparecerá en agosto del año 1932.

Y que el futuro diga.


(Del libro Los Lanzallamas, de Roberto Arlt, 1931)

domingo, 19 de junio de 2011

Hoy



Mi padre tuvo tantas caídas que al final no recordaba la primera. Lo vi despeñarse con una motoneta camino de Plaza Huincul y años más tarde se dio vuelta con el Gordini, cerca de Cañuelas. Mi madre me contó que una vez, cuando yo era muy chico, se cayó sin mayores daños de un poste de teléfonos y como era bastante distraído solía tropezarse con los juguetes que yo dejaba tirados en el suelo.

Una tarde de diciembre de 1960 alguien vino a avisarme que lo había atropellado un auto. Llegué sin aliento en una bicicleta prestada y lo encontré estirado en la calle. Estaba un poco despeinado, con los ojos abiertos y la cara muy blanca. Sobre el asfalto había un poco de sangre manchada por las huellas de unos zapatos. La gente se apartó para dejarme pasar y un tipo me dijo ya estaba por venir la ambulancia. Alguien que le había puesto un pulóver bajo la nuca me alcanzó los anteojos que se habían roto con la caída.

Nadie hablaba y yo no sabía qué decir. Me arrodillé a su lado y le hablé al oído tratando de que la voz no me saliera muy asustada. Le pregunté si podía escucharme y alguna tontería más, pero no abrió la boca. Entonces fui pedir que me ayudaran a llevarlo al hospital pero me dijeron que no convenía moverlo porque debía estar muy estropeado. El paisano de sombrero negro que lo había atropellado estaba llorando dentro del coche y tampoco me hizo caso. Volví a sentarme en la vereda y le tomé una mano. Estaba fría y blanda como la panza de un pescado. No llevaba más que el anillo de casamiento y el Omega con la correa de cuero. Me pregunté qué haría allí, en la otra punta del pueblo, cruzando la calle como un chico atolondrado. En esos días había cumplido los cincuenta y recién ahora me doy cuenta de que corría contra el tiempo. No había hecho nada que le sirviera a él y la única vez que salió en los diarios fue después del accidente, entre un cuatrero detenido en General Roca y un incendio en la usina de Arroyito.

Con los primeros calores de aquel verano había tomado la decisión de abandonar Obras Sanitarias y montar un taller de tornería. Mi madre se oponía porque no creía en su suerte. Entonces me llamó a su escritorio para que le dijera con toda sinceridad si yo le veía futuro en los negocios. De verdad, visto como lo vi entonces, con el chaleco de lana gastado y el pantalón lustroso, no me animé a apostar por él. Me convidó un cigarrillo, dejó que le explicara un complicado asunto de polleras y ya pasada la medianoche, en voz muy baja, me explicó que estaba cansado de esperar, de correr de un desierto a otro mientras se le iban los años y se le arrugaban los cueros. Dijo no estar arrepentido de nada pero se le leía la culpa en los ojos. ¿Culpa de qué? Nunca lo sabré. Aquella noche intentó darme otro de sus consejos, pero no servía para eso. Palabras más o menos, me dijo: "Por mejor que uno se explique y justifique, nada cambia. Siempre se cometen los mismos errores. Una caída dibuja la próxima y por eso creemos en un Dios, en alguien que haya aprendido a no quemarse dos veces con la misma leche". Cosas así eran las que solía recitarme a la medianoche mientras limpiaba compases y tiralíneas frente al tablero de dibujo.

Le dije que no se calentara, que cualquiera hacía plata si eso era lo único que se proponía y que él estaba para otra cosa. Lo suyo era correr por ahí, andar a la deriva para no llegar a ninguna parte. A él y a mí nos daba lo mismo un lugar u otro siempre que tuviera una estación y algunas leguas por delante.

Ese día salimos a caminar por los andurriales, yo estornudando por el polen y él tosiendo su tabaco. Me hablaba de lo que haría cuando tuviera un taller con seis tornos y no sé cuántas máquinas para fabricar herramientas. De a ratos lo situaba en Córdoba y después lo ponía en Mendoza para abastecer también a los chilenos. Sin darnos cuenta llegamos al río y de pronto se jactó de haber sido muy buen nadador en su juventud, allá en Campana. Señaló la isla bajo el puente y me desafió a ganarle a contracorriente. Cambié de conversación porque el Limay es profundo y temí que se ahogara. Yo tenía menos de veinte años y me parecía imposible que mi padre pudiera ganarme en algo. Insistió y puse como excusa una contractura del fútbol o algo parecido. No me oyó o no quiso oírme y empezó a quitarse la ropa ahí mismo, abajo de la luna, hasta que sólo se quedó con unos ridículos calzoncillos celestes que le llegaban hasta las rodillas. Bravuconeaba, supongo. Tenía todo el pelo blanco pero ahora estaba de nuevo en el Delta junto a sus amigos y con toda la vida por delante. No sé qué pensé mientras lo miraba alejarse tirando brazadas. Creo que me daba pena verlo pelear contra su propia sombra. Me toreaba a mí pero la bronca, como el agua, venía de lejos y nos mojaba a los dos.

En un momento lo perdí de vista hasta que al rato me gritó desde la isla. Yo no quería seguirle el juego. Tampoco estaba seguro de animarme a atravesar el río. Le contesté que se dejara de joder, que volviera, y me senté a esperarlo. Calculé que no iba a tardar porque no podía estar mucho tiempo sin fumar. Pero también esa vez me equivoqué. Me pidió que escondiera su ropa y que me fuera a casa porque tenía ganas de dar un paseo por la isla. A dos pasos había un muelle con botes pero ninguno de los dos quería ridiculizarse. Llamé al barquero y le di la poca plata que tenía para que le alcanzara el paquete de cigarrillos e intentara traerlo de vuelta. Pero no volvió. Se quedó pitando en silencio en la otra orilla hasta que me cansé de su juego y me fui a dormir.

Creo que fue ese episodio el que lo alejó por un tiempo de mí y del taller de tornería. La tarde en que lo encontré tirado en la calle temí que se muriera con la impresión de que yo lo había abandonado. La ambulancia tardó siglos en llegar y lo llevó a un hospital donde me dijeron que tenía el cráneo roto. Mi madre se quedaba a su lado durante la mañana y a la tarde iba yo. Cuando pudo mover los labios me dijo que se había gastado el aguinaldo completo en la primera cuota del torno y no se animaba a decírselo a mi madre.

Era otro de sus juguetes tardíos pero todavía no estaba seguro de poder disfrutarlo. "¿Me voy a morir?", me preguntó cuando se dio cuenta de que tenía una bolsa de hielo sobre la cabeza. Le dije que no, aunque no era seguro, y le pregunté dónde estaba su famoso torno. "Llega de Buenos Aires en el tren de la semana que viene; es una hermosura, no te imaginas", me contestó muy serio. Una enfermera había puesto las cosas que llevaba sobre la mesa de luz. El pañuelo, el encendedor, la billetera vacía, unas monedas y el folleto del torno que era italiano y parecía una nave espacial. "¿Te duele?", dije y me senté cerca de la ventana a mirar a las chicas que atravesaban el jardín. "Sí, desde hace mucho", murmuró. "¿Qué me pasó ahora?" Le conté que lo había agarrado un auto y se había golpeado la cabeza contra el pavimento. Pareció sorprenderse, como si le dijera que se había caído de la calesita: "Y a tu madre, ¿qué le vamos a decir?". Se refería al aguinaldo y a todo lo que otra vez no podríamos comprar. Cerró los ojos y se durmió. O tal vez en su confusión de huesos rotos y sesos desbaratados pensaba en lo buena que hubiera sido su vida sin mi madre y sin mí. Me incliné para decirle al oído que no siempre se puede ganar, que a veces hay que saber quedarse de este lado de la orilla. Hizo una mueca de disgusto y entornó los párpados: "Eso es de cobardes; los ríos están para que uno los cruce". Como siempre, del infortunio sacaba alguna lección que lo disculpaba ante los demás.

Después de hablar con el médico tuve miedo de que aquella fuera su última metáfora. A mi madre le dije que la plata del aguinaldo se la habían robado en la calle mientras estaba caído y que de todos modos para nosotros no habría fiestas ese fin de año. Antes de Navidad lo trasladaron a casa, flaco y vendado como un faquir. Ocultaba el folleto del torno abajo de la almohada. No sé si mi madre se creyó el cuento del aguinaldo robado, pero en Nochebuena no tuvimos festejos ni palabras bonitas. Mi padre pasaba las horas inmóvil, con la mirada puesta en el techo. Un día me hizo una seña para que me inclinara a escucharlo: "Véndelo", susurró, "cuando llegue véndelo por lo que te den". Me partió que contenía un lagrimón y le dije que no, que ahora estaba en medio de la corriente y tenía que nadar. Después de todo, eso era lo que había querido enseñarme. Hizo un gesto de alivio, me pasó un brazo alrededor del cuello, y dijo: "Está bien, pero no te olvides de mandarme un bote con los cigarrillos".


(Caídas, de Osvaldo Soriano)

lunes, 13 de junio de 2011

Día del Escritor


(Foto: Marguerite Yourcenar, en pleno acto de magia)


Inexorablemente, una efeméride. Natalicio de Leopoldo Lugones. Toda una rareza para nosotros, tan afectos a conmemorar necrológicas. También es todo un símbolo de nuestro fragmentado ser nacional, nuestro argentinísimo vicio por la bipolaridad: de primigenia ideología socialista, Lugones resbaló a través de toda la paleta hasta las antípodas, la apología totalitaria que alguna vez, en Ayacucho, le hizo clamar "ha llegado la hora de la espada". Su descendencia, trágica, repitió la parábola: su hijo homónimo fue un feroz y creativo torturador, que innovó con la picana eléctrica en tiempos de Uriburu; Susana, una de sus nietas, fue "chupada" por un grupo de tareas en 1978. Antes, forjó su obra inmortal y después, deprimido, irrumpió de prepo en el inacabable panteón de escritores suicidados con una drástica dosis de cianuro.

En este día, quiero enviar mi saludo y abrazo a todos los hermanos y hermanas de letras, embrujados por este oficio condenado, vampiro, increíble.

Me tomo el atrevimiento de compartir un texto alusivo de Santiago Ocampos, poeta y amigo. Titulado Jacob y el Angel, dice así:

En este texto propongo al lector, al que siempre está del otro lado, invisible, un recorrido por el camino del arte de escribir. Es necesario atestiguar intelectualmente ese momento inicial en el que el primer hombre dio ese primer paso a la poesía. La inspiración siempre se ha manifestado como una profunda lucha por la conquista de la esencia. Es por eso que utilizo esta figura retórica, la de Jacob y el ángel.

En todos y cada uno de nosotros, desde Shakespeare al ignoto escritor que escribe en un pueblito del interior, los atraviesa este fuego ígneo en el alma que incendia horas y horas de lectura y escritura. Quiero rescatar a todos y explicitar en este texto porque estamos hermanados y convocados a la misma ronda. Es un homenaje a todos los que nos pueden dejar de escribir literalmente.

Individualizar a la persona que compone, que escribe, es arduo. Clasificar a este hombre que camina sobre cuerdas invisibles en busca de un lector, es imposible. Pienso en Shakespeare, en el teatro “El globo” buscando los ojos enamorados de la Reina Isabel para que aprobara sus escritos. Al mismo Calderón de la Barca poniendo en escena en las calles de Madrid sus obras. Existe en ellos y en cada uno, la misma necesidad imperiosa por saciar una sed primitiva que corre por dentro.

Es necesario para este análisis, volver al principio de la historia. A ese hombre, que se aferraba desesperadamente al pensamiento para no olvidarlo porque no sabía escribirlo. Conocía la oralidad y la fuerza de la fonética de determinadas letras. Las palabras, cómo lo es también para el poeta de hoy, eran su materia prima y significaban libremente en virtud del antojo expresivo. En la misma fragua creadora, ambos buscan escapar de la soledad.

Al volver a casa, los hombres primeros, en medio de la nada, eran asaltados por temores nocturnos, por preocupaciones, por el deseo de trascender. Entonces, inventaron el fuego para reunirse, para escuchar, para hablar. De pronto, existió la necesidad de buscar abrigo intelectual al amparo de la piel de una mujer y decírselo para que ella supiera.

En ese origen, en ese punto del espacio temporal de la humanidad, creo que podremos encontrar al primer escritor. Al que se animó a dar ese paso al futuro, que transmitió lo que había vivido y partió la poesía, como un pan, al filo de la medianoche. El mismo que tomó conciencia y al dramatizar la pronunciación, halló un lector. Y fue entonces que, de a poco, la belleza empezó a ser una búsqueda interior.

El trabajo literario exige una gran concentración. Cuando debo poner en marcha las ideas en el papel, siento que debo aliviar un peso que me oprime.

A pesar de las bondades del idioma español con el que escribo, hay palabras que no quieren salir, por eso hay que enamorarlas. Eso es parte de la vida de un escritor. Muchas veces toca poner el hombro y cargarlas como bolsa de papas hasta el papel. Borges decía que publicaba para sacarse un peso de encima y tenía razón.

Considero que este trabajo por la expresión, está sintetizado en Jacob luchando contra el Ángel. El relato bíblico, imposible de datar, simboliza a aquel que escribe, al que quiere decir algo distinto, al que confronta a su inspiración. En ese ir y venir, de golpes de puño, hay que jugarse la vida y ganar. Perder significa dejar sin efecto una historia, un relato, una visión.

El yo escritor nace en la lectura, en el coraje que hay que tener por construir en una forma literaria una constelación de significados. Quienes conocen la experiencia de leer un poema, han manifestado que a través de él se puede tener una visión única del mundo. Pero hay que tener todavía más valentía para traer del cielo a la tierra aquellas palabras, tibias, dulcísimas, que como vino dulce ella escancia, delicia fecunda, en la noche fría en que el poeta retorna herido de la batalla contra sus ángeles personales, a veces inventados, a veces reales.

domingo, 12 de junio de 2011

Anticipo



Cumplo con el pedido de Marcelo Di Marco, gauchazo siempre, maestro con todas las letras. Victoria entre las sombras, su nueva novela, sale pronto y ya tiene página: www.victoriaentrelassombras.com


¡A que será un éxito!

martes, 7 de junio de 2011

Blanco nocturno



Llueve. Sin tristeza de cristales mojados, sin sollozos en el techo. Sólo un vómito hecho de furia y desierto; sólo harapos de una luna famélica posándose, con robadas sutilezas de rocío, en este silencio sucio y sin bordes.

Blancuzca la noche, su quietud enferma, sus ardores de azufre. Aun así impotente, también, para borrar las titilaciones del recuerdo luminoso, las migraciones, la espera incluso desencantada, la vuelta de todo, las lanzas rotas del amor, los jardines feroces, los regresos, las pérdidas, la melodía:


Recuerdo el frío del amanecer, los círculos de los insectos sobre las 
tazas inmóviles, la posibilidad de un abismo lleno de luz bajo las 
ventanas abiertas para la ventilación de la enfermedad, el olor triste 
de la sosa cáustica. 

Pájaros. Atraviesan lluvias y países en el error de los imanes y los 
vientos, pájaros que volaban entre la ira y la luz. 
Vuelven incomprensibles bajo leyes de vértigo y olvido. 

No tengo miedo ni esperanza. Desde un hotel exterior al destino, veo 
una playa negra y, lejanos, los grandes párpados de una ciudad cuyo 
dolor no me concierne. 

Vengo del metileno y el amor; tuve frío bajo los tubos de la muerte. 
Ahora contemplo el mar. No tengo miedo ni esperanza. 

Eres sabio y cobarde, estás herido en las mujeres húmedas, tu 
pensamiento es sólo recuerdo de la ira. 

Ves la rosas temibles. 
Ah caminante, ah confusión de párpados. 
Hay una hierba cuyo nombre no se sabe; así ha sido mi vida. 

Vuelvo a casa atravesando el invierno: olvido y luz sobre las ropas 
húmedas. Los espejos están vacíos y en los platos ciega la soledad. 
Ah la pureza de los cuchillos abandonados. 

Amé todas las pérdidas. 

Aún retumba el ruiseñor en el jardín invisible.
 


(Antonio Gamoneda)