jueves, 19 de julio de 2007

Navidad sangrienta

Henos aquí nuevamente. Hoy quisiera concluir el ciclo del que veniamos hablando, el ciclo de la creación literaria. Así como abordamos el reto de la página en blanco y luego las desventuras de la creación en sí, nos queda desvariar un poco sobre el después, el resultado de la cesárea que nos hemos realizado.


Es conocida aquella frase que habla de los objetivos de la vida: plantar un árbol, tener un hijo, escribir un libro. A primera vista, la tercera parece tener poco que ver con las dos primeras. Pero a segunda vista empiezan a aflorar las semejanzas. Porque lo que hemos creado (un "libro") también tiene vida, y nos sorprendería cuánta. Obviamente, no estamos hablando en un sentido orgánico, sino que esta existencia fluye por otros carriles, por canales subterráneos y secretos.


Era Scott Fitzgerald quien decía que "una obra maestra está regada por las lágrimas de su autor". Y aunque no estemos hablando de obras maestras, siempre hay un pedacito del propio autor en su creación. Inevitable es la filtración de algún recuerdo amarillento, alguna emoción que hiberna en un rincón tibio de nuestra memoria, alguna cicatriz que ahora lloramos con tinta. Ofrendamos un pedacito de nuestra alma a esa obrita neonata, esa que al descubrir por vez primera la luz cortará por sí misma el cordón. Con los dientes y sin dudar, para dejar de pertenecernos. Ahora es como un hijo, cuya piel es de papel y tinta es su sangre, que emana lo mejor y también lo peor de su progenitor, y que nace con las alas listas para volar. Pertenecerá al viento y a todo aquel que deslice los ojos sobre su piel, que vampirice su sangre con la mirada atenta y el corazón dispuesto a sentir, dispuesto a remontar el cielo con ese Icaro que le tiende la mano.

Ese intrépido aventurero, al que llamaremos lector, es quien osará adentrarse en junglas herméticas, a vadear páramos de soledad infinita. Es quien se asomará con vértigo a los abismos del autor, a las profundidades más abyectas de su sensibilidad. Es quien a veces verá pasar a su lado, mientras lo paraliza la asfixia de un horror relampagueante, a los fantasmas que aterran y seducen a ese sangrante escriba que les abrió la jaula.


Pero no todo es trágico, claro que no. "Lo lindo no es escribir sino haber escrito" decía Dolina, y le doy toooda la razón. Es que cuando delante nuestro se despabila esa obra terminada, diversas sensaciones nos surcan el pecho como cuchillazos. La más intensa de todas es una especie de libertad que roza el paroxismo. Me imagino que los escaladores deben experimentar algo parecido, cuando se arrodillan en la cima y ya casi vencidos se entregan a esa magia silenciosa que anida en las cumbres; ínfimos ante ese valle inmaculado que siempre arrolla al horizonte naranja de crepúsculo.


Alegría y dolor, caras de la misma moneda para Gibran, confluyen indivisibles en este ritual sacrosanto. Empero, también Kipling daba en la tecla cuando sentenció que "las palabras son la droga más potente que se ha inventado". Será por eso que todo aquel que penetra en ese mundo de sirenas cantarinas ya no puede salir vivo de él. Y que a pesar del hambre, la pobreza, la miseria, el insomnio, los extravíos o cualquier otra penuria que quiera estrujarlo entre sus brazos, siempre volverá a desafiar la hoja en blanco. Quizás pletórico de felicidad, tal vez desangrándose en lágrimas, pero estará una y otra vez dispuesto a respirar, a emocionar, a exorcizar. A "sentir profundo, como un niño frente a Dios", nada más ni nada menos, parafraseando uno de los versos más felices de Violeta Parra.


Para ir cerrando, me gustaría compartir con vos uno de mis cuentos predilectos. Sí, es cierto que alguna vez supe linkearlo desde la otra página. Pero hay un atenuante: se perdió en el torbellino de actualizaciones que supuso la Feria del Libro. Por eso es que hoy lo rescaté.

Expiadas las culpas, te dejo con Alejandro Dolina y su "Balada de la Primera Novia", haciendo click acá.

¡Hasta pronto!

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