domingo, 15 de junio de 2008

"Madreselvas"


La mejor novela que leí jamás sobre los padres se llama "La invención de la soledad", y fue escrita por Paul Auster cuando perdió a su padre. Ese fue el libro peor escrito y más desprolijo de Auster, pero también el más cierto y descarnado.

Mi padre fue el Dr. Ernesto Lanata, o Ernesto, o Dr. Lanata.
Fue dentista, aunque no exhibía su doctorado con la misma afectación que los médicos o los abogados.
Terminó el secundario en un colegio nocturno y, mientras trabajaba como mecánico dental, rindió libre gran parte de la carrera.
Creo que cuando mi padre se llamaba "Doctor" lo hacía mencionando una meta que soñó imposible.
El Dr. Lanata era honesto, violento y exagerado.
A veces parecía un chico pegándole patadas al destino.
Atendía a sus pacientes a cambio de dinero, pero también aceptaba uvas de la costa, o un par de pollos, o una incierta promesa de pago.

Durante el tiempo que luchamos por cambiarnos, nos odiamos.
El paso de los años fue lo único que nos permitió querernos sin condiciones.
Mi padre nunca entendió una palabra de política:
- Acá hace falta un gobierno fuerte, un paredón, un Castro o un Pinochet.
Tampoco supo que la literatura vivía más allá de las novelas de Salgari.

Sin embargo fui yo quien tuvo que aprender las materias más importantes: no traicionarse, ser honesto, darle poca o ninguna importancia al dinero, decir la verdad, pelearse a patadas con el destino.
Fue triste pero necesario vivir su muerte, estar a su lado durante esos meses en un hospital del Parque Centenario, sentir que la Muerte huele y ronda con su hocico frío.

Mi padre murió sin conocer a mi hija.
Ahora soy yo quien siente la desesperación por la falta de respuestas, la urgencia por transmitir los sueños, la escasez de manuales, la vida en estado puro.
¿En qué museo se exhiben los padres normales?
Sólo son ciertas las respuestas cursis: desanudarse el corazon, mirar el alma. Hay en toda esta batalla algunos segundos de calor; de es por acá, ya está todo bien; está bien, de amor, y sangre.
Nunca fui con mi padre al cine, ni salí a caminar por el centro, ni pude constatar su ignorancia sobre las mujeres, y una sola vez, cuando yo tenía ocho o nueve años, fuimos a cenar a una pizzería de Sarandí, a cinco cuadras de la casa. Treinta años después recuerdo exactamente qué comimos y en qué mesa nos sentamos.

Mi recuerdo, entonces, al Día Nacional del empecinado, del transparente, del desbordado de mi padre.
Ojalá esté viendo todas sus películas de Gardel en Super 8, convencido de que el aroma de las madreselvas nunca fue tan fuerte como en aquel entonces.
(Extraído de "Vuelta de página", de Jorge Lanata)

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