lunes, 19 de marzo de 2012

Acechos



Buenos Aires. La “capital de un imperio que no fue”, como alguna vez la definió Huxley. Mediodía de diciembre: ardían el pavimento y sus urgencias, las hamacas desvalidas,  los cristales de mil edificios y de sofisticadas vidrieras, el chaperío de las villas. En el subterráneo tampoco había tregua: la masa humana, siempre numerosa, siempre apretujada, alternaba su ansiedad entre los relojes y la boca del túnel, su viento caliente, sus murmullos de fantasmas y motores. Una luz pareció raspar aquella pared y enseguida iluminó las caras anónimas, pringosas como el resto de los cuerpos que ya se apiñaban contra el borde, prestos a lanzarse al inminente amasijo de los vagones.
Ahí dentro fue que lo vi.  Aferrando con fuerza el equipaje y la mano de mi señora –esperables, nominales precauciones de provinciano en la capital- escrutaba el aburrimiento, la desidia, la abulia, la nada de esos rostros. Ahí estaba él, a unos dos metros y diez cuerpos de distancia. Sentado, una mochila sobre las rodillas juntas le servía de apoyo para las muñecas y el libro abierto. Lo miré sin disimulo: leía afanosamente. Absorto pasaba las páginas; el papel ocre, un nombre en la tapa que quise pero no pude descifrar. Alrededor y encima suyo, los pisotones y los vapores del apretujamiento humano, el calor de la época y la fricción, los invisibles punguistas y tocones que, ocultos en el montón, calculaban el momento para concretar sus obsesiones. Ni siquiera pudieron los zarandeos del subte lanzado en velocidad, que acompañaba blando, dejándose llevar –también- por la máquina. Indiferente, indemne, inmune a todo: leía, leía sin pausa. Empecé a intuir la filiación del hombre.
La sospecha se confirmó del todo cuando, inesperadamente, guardó el libro en la mochila. Entonces no se entregó al zamarreado sueño contra la ventanilla, ni a la pantallita del celular. Inmediatamente se puso a observar. A su vecino de asiento, a los que tenía parados a milímetros de sus rodillas todavía juntas; con un disimulo que no me pudo ocultar ese mismo afán que un rato antes había dedicado a la lectura. Observaba con el ahínco de quien no se detiene en las ropas y posturas del sujeto, sino que traspasa y trasciende: imagina sus miedos, sus ilusiones de infancia, sus peores derrotas, sus sueños truncos y pendientes.
Ya no tenía dudas. Lo sentí cercano, compatriota, consanguíneo. Se me ocurrió ya no preguntarle, sino abordarlo para continuar el propiciatorio “disculpame” con la afirmación de la secreta, maldita, luminosa hermandad de nuestra secreta, maldita, luminosa subespecie. Justo entonces resoplaron las puertas y el aluvión nos arrastro de nuevo a las urgencias, a los ardores, al unánime y reiterado vértigo de ese mediodía de diciembre.    

6 comentarios:

Elizabeth dijo...

Tus escritos me visten de jardín. Eres un sol Matías. Gracias por dar tanto de tí. Poesía eres tú!

Melina dijo...

Comenzó como una historia... tan maravillosamente escrita que me podía imaginar ahí, sintiendo... tan así que hasta pude recordarlo.

Estoy orgullosa de vos! :)

Anónimo dijo...

Felicitaciones. Excelente texto, de lo mejor que te he leído. Pienso en nuestra subespecie también y me siento solidario con la escena, también observo mucho y me muero de ganas de saber qué lee, alguien que lee en un colectivo o en un subte.

Abrazo grande

Matías dijo...

Elizabeth: Pero muchísimas gracias!! Un beso.

Meli: gracias!!!!! Y estuviste ahí mismo :) Nunca te conté esa historia, así que acá estamos jeje ;)

Horacio: Gracias chamigo. Terminamos descubriendo que compartimos esas inquietudes, constitutivas del oficio. Un abrazo grande

Luna dijo...

Leyendo, las palabras ya no estan escritas,tienen vida. Imagino que es tu luz.

Matías dijo...

Luna: Lindas palabras, gracias!