viernes, 14 de noviembre de 2008

El Lago de los Cisnes


El domingo, cuando íbamos para la Feria de Plottier, escuché una historia preciosa. Sí, te había dicho que te contaría de la Feria... pero puede ser la próxima, ¿verdad?.

Cómo llegamos a esa historia, no sé; sí recuerdo claramente la escena, el momento. Habíamos dejado Neuquén atrás, pero no a un sol enfurecido que lo aplastaba todo. Hablábamos de literatura, o quizás de algún recuerdo, y fue entonces que Antonio empezó a contar sobre ellos dos. Lo escuchamos en silencio, arrobados; y yo recordé lo que alguna vez había leído sobre los cisnes.

Tal vez sean mitos, alimentados por el aire misterioso de su estampa. Cuenta la leyenda que cuando un cisne elige compañera misteriosamente es para siempre, y para deleite eclesiástico sólo la muerte los separa. Recién ahí el cisne superviviente abandona al grupo y se pierde en la distancia, en algún lugar. Ya invisible, reniega de los toscos graznidos que emitió hasta entonces y canta una melodía bellísima, impactante. La naturaleza circundante inclina la cabeza y calla, subyugada por la mágica despedida de ese animal del que ya nada volverá a saberse.

Un escritor, el poeta Virgilio, fue quien talló los cristales funerarios del cisne; otro escritor, Juan Ramón Jiménez, protagonizó la historia que escuchamos camino a Plottier. A decir verdad el singular resulta injusto: es una historia de dos. Una amiga dirá de él: “Juan Ramón era de estatura mediana, y su manía de no ir al sastre y no dejarse tomar medidas hacía que sus americanas siempre anchas le dieran un aspecto más cuadrado. La blancura de la tez, el óvalo perfecto del rostro y los grandes ojos oscuros le componían una figura de gran atractivo y personalidad. Tenía una voz grave y profunda que tanto suele gustarnos a las mujeres, y sin duda alguna el modo y el estilo de su conversación es tal vez lo que más me impresionó en él desde un principio y a lo largo de nuestro trato, e incluso las últimas veces que lo ví y hablé, en condiciones muy penosas para él. (…)Pero lo primero que me llamó la atención fue su voz: un timbre especialísimo, con un acento que no era ni andaluz ni castellano del todo, y su modo de pronunciar las elles con cierto dejo de y griega”. En una conferencia, año 1913, le presentaron a Zenobia Camprubí, a la sazón la vecina de risa cristalina que se filtraba inquietante por su pared. Él se enamora enseguida, e insiste hasta vencer todos los obstáculos y formalizar su relación en 1915. Al tiempo escribió a su amigo Guerrero: “Zenobia es agradable, fina, alegre, de una inteligencia natural, clara, y que tiene gracia; esa gracia especial que se adquiere con los viajes, con la gran educación social del país norteamericano donde está educada; que sabe varios idiomas, ha viajado, ha visto muchísimo, ha leído también mucho, y con todo es muy joven". Un año después se casaron.

Empezó entonces la preciosa simbiosis entre el poeta frágil y talentoso, hipersensible a los ruidos, depresivo, atormentado; y ella, la de la risa alegre y constante, abnegada para cuidarlo, enérgica para desarrollar mil proyectos suyos. También escribía, pero eligió apoyar a Juan Ramón: "Así como enfoqué en mi juventud la idea de convertirme en maestra, muchas veces había pensado en un porvenir de escritora. Pero como no me casé hasta los veintisiete años, había tenido tiempo suficiente para averiguar que los frutos de mis veleidades literarias, no garantizaban ninguna vocación seria. Al casarme con quien desde los catorce, había encontrado la rica vena de su tesoro individual, me di cuenta, en el acto, de que el verdadero motivo de mi vida había de ser dedicarme a facilitar lo que era ya un hecho y no volví a perder más tiempo en fomentar espejismos".

Vivieron un cuento de hadas que ni la guerra civil española pudo romper, aunque sí los arrojó a un periplo de mudanzas por Centroamérica y Estados Unidos. En el interín la obra de él creció en vigor y altura, pero su salud psíquica se resquebrajaba con igual velocidad. En 1951 Zenobia se llevó a Juan Ramón a Puerto Rico: los médicos creían que lo laceraba el exilio y sugirieron un hábitat similar a la patria nebulosa.

Pero ella también estaba enferma y, aunque la habían tratado en España veinte años antes, el cáncer se le multiplicó. Viajó a Boston dos veces: la primera para ser operada y la segunda, cinco años después, para saber que le quedaban pocos meses. Empero, no dejó de ayudar a Juan Ramón en ningún momento, y fue ella quien recopiló e hizo publicar su Tercera Antología Poética.

Finalmente llegó la hora y debieron internarla. Mientras la atravesaba una agonía indecible y la muerte preparaba sus galas, emisarios de la Academia Sueca le confirmaron por lo bajo que el rumor era cierto: Juan Ramón ha ganado el Nobel de Literatura. Será ella quien le comunique la noticia a su esposo, en una escena de tristeza asfixiante, y ésas serán las últimas palabras que dirá a quien una vez, allá en los tiempos luminosos del noviazgo, escribió: "Te quiero entrañablemente, mi niño, y pienso cuánto más aún te querré luego. Juanito mío, sé valiente y vamos a hacer los dos lo mejor para el porvenir”.

Ese 25 de octubre el mundo supo la identidad del nuevo Nobel. Zenobia murió el 28. El poeta sobrevivió apenas dos años más, cuando terminó de marchitarse su alma rota, y con él se durmió también su letanía mil veces murmurada:

¿A dónde estás amor de mi vida?
Allí. Allí estás tú
Tú tienes la armonía y la paz,
pero yo no la tengo
Hasta que un día estemos juntos,
en la armonía y la paz de la otra vida.


Hoy tenemos algunos poemas de Juan Ramón Jiménez, y pronto tendrás lo prometido sobre Plottier. Lo prometo.

2 comentarios:

Melina dijo...

Es preciosa la historia, muy triste por cierto, pero preciosa.
Me dio escalofrios el poema cn el q termino...se siente.

besootes mati, re lindo tu post muua,

Matías dijo...

tal cual. Pero aunque el final haya sido triste, pienso que una historia de un amor tan profundo no podia tener otra conclusion. Si el hubiera muerto antes, creo que ella tampoco hubiera sobrevivido mucho tiempo mas.