lunes, 21 de noviembre de 2011

Blanco y nocturna




Las horas por el escurridero, tenaces, inmutables, mientras se amontonan los tropiezos de la búsqueda -el viejo poema o el nuevo verso- por los desvanes, los areneros, las madrugadas, los intersticios agrestes de las tumbas. Entonces, siempre, de golpe, algún coral inesperado nos retiene, ardiendo, blanco; los hilos de sangre arrancados por la marea, los párpados a medias, el ronroneo del sol a las siete y algo:   


Hoy quisiera tus dedos 
escribiéndome historias en el pelo, 
y quisiera besos en la espalda, 
acurrucos, que me dijeras 
las más grandes verdades 
o las más grandes mentiras, 
que me dijeras por ejemplo 
que soy la mujer más linda, 
que me querés mucho, 
cosas así, tan sencillas, tan repetidas, 
que me delinearas el rostro 
y me quedaras viendo a los ojos 
como si tu vida entera 
dependiera de que los míos sonrieran 
alborotando todas las gaviotas en la espuma. 
Cosas quiero como que andes mi cuerpo 
camino arbolado y oloroso, 
que seas la primera lluvia del invierno 
dejándote caer despacio 
y luego en aguacero. 
Cosas quiero, como una gran ola de ternura 
deshaciéndome un ruido de caracol, 

un cardumen de peces en la boca, 
algo de eso frágil y desnudo, 
como una flor a punto de entregarse 
a la primera luz de la mañana, 
o simplemente una semilla, un árbol, 

un poco de hierba.



(Sencillos deseos, de Gioconda Belli)

martes, 15 de noviembre de 2011

Ser o no ser




He ahí el dilema. Emparentado con el interrogante ya ineludible. ¿Donde están mis poemas? Antes de aventurar una respuesta, viene la aclaración consabida y acostumbrada para estos trances.

Será evidente a estas alturas, calculo, pero aún así confieso que no fui, ni soy, ni seré poeta. Y lo asumo sereno, desprovisto de cálculos, especulaciones, intentonas de acarrear condescendencia o las réplicas enaltecedoras que prosiguen a la falsa modestia (répicas que, natural y alegremente, aun cuando me esfuerce por mantener auténtica la falta de vanidad, agradeceré porque las sé sinceras). 

Debo haberlo dicho alguna vez, pero vale repetirlo: creo con fervor que el don poético, demoníaca mezcla de juglar y orfebre y alquimista, no se adquiere ni se aprende. Tal vez lo alumbre el augurio de alguna fugaz y rara estrella, a la usanza de aquellas tribus antiguas que fascinadas estudiaban el cielo; quizás sea deslizado furtivamente en los fragores dulces y blancos de la concepción en noches de cuarto creciente; a lo mejor emana como un vapor de las flores, cuando la floración, mientras elucubran sus mantras en los jardines nocturnos, y entonces ascienden e impregnan ciertas cunas aún vacantes. Imposible saberlo, y mejor así.

En mi caso concreto, niego la posesión del título pero a fuerza de sinceridad concedo uno de sus atributos: el latir de una pulsión inasible que susurra la palabra justa, la combinación que viste a la frase de arrullo, la melodía exacta de todas las cosas. Puede que sea un narrador híbrido, con voluble y caótica aptitud para los chispazos. Quién sabe.

En fin, todas esta parafernalia de piruetas torpes sólo busca exculpar al inminente poemita, desenterrado del fondo de los tiempos en el afán de responder la pregunta:


Busco una flor que resquebraje
la monotonía ardiente de la nieve.
Busco una melodía que subyugue al viento,                         
que desdibuje los acordes gélidos del silencio.           
Busco una estrella de perfume relumbrante,
hechicera que enhebra relámpagos de seda.
Busco la agonía de las lágrimas,
el horizonte tras el cual la tristeza
dibuja los trazos de su poniente.
Busco...
 

viernes, 4 de noviembre de 2011

Deriva




Tiempos de misteriosa, inexplicable, desesperante falta de tiempos. Y en el interín del caos y los gruñidos de las rajaduras, un impulso de esos irrefrenables brota como una luz entre las rendijas. Una sed: volver a algunas páginas. Ciertas páginas. Y sumergirse en su frescura clara, casi de deshielo; y rendirles el cuerpo roto a su cauce para que se lo lleve como un secreto, dibujando espirales mansas. Páginas como éstas:

 
"Usted pregunta si sus versos son buenos. Me lo pregunta a mí, como antes lo preguntó a otras personas. Envía sus versos a las revistas literarias, los compara con otros versos, y siente inquietud cuando ciertas redacciones rechazan sus ensayos poéticos. Pues bien -ya que me permite darle consejo- he de rogarle que renuncie a todo eso. Está usted mirando hacia fuera, y precisamente esto es lo que ahora no debería hacer. Nadie le puede aconsejar ni ayudar. Nadie... No hay más que un solo remedio: adéntrese en sí mismo. Escudriñe hasta descubrir el móvil que le impele a escribir. Averigüe si ese móvil extiende sus raíces en lo más hondo de su alma. Y, procediendo a su propia confesión, inquiera y reconozca si tendría que morirse en cuanto ya no le fuere permitido escribir. Ante todo, esto: pregúntese en la hora más callada de su noche: "¿Debo yo escribir?" Vaya cavando y ahondando, en busca de una respuesta profunda. Y si es afirmativa, si usted puede ir al encuentro de tan seria pregunta con un "Si debo" firme y sencillo, entonces, conforme a esta necesidad, erija el edificio de su vida. Que hasta en su hora de menor interés y de menor importancia, debe llegar a ser signo y testimonio de ese apremiante impulso. Acérquese a la naturaleza e intente decir, cual si fuese el primer hombre, lo que ve y siente y ama y pierde. No escriba versos de amor. Rehuya, al principio, formas y temas demasiado corrientes: son los más difíciles. Pues se necesita una fuerza muy grande y muy madura para poder dar de sí algo propio ahí donde existe ya multitud de buenos y, en parte, brillantes legados. Por esto, líbrese de los motivos de índole general. Recurra a los que cada día le ofrece su propia vida. Describa sus tristezas y sus anhelos, sus pensamientos fugaces y su fe en algo bello; y dígalo todo con íntima, callada y humilde sinceridad. Valiéndose, para expresarse, de las cosas que lo rodean. De las imágenes que pueblan sus sueños. Y de todo cuanto vive en el recuerdo.
Si su vida cotidiana le parece pobre, no la culpe. Acúsese a sí mismo de no ser bastante poeta para lograr descubrir y atraerse sus riquezas. Pues, para un espíritu creador, no hay pobreza. Ni hay tampoco lugar alguno que le parezca pobre o le sea indiferente. Y aun cuando usted se hallara en una cárcel, cuyas paredes no dejasen trascender hasta sus sentidos ninguno de los ruidos del mundo, ¿no le quedaría todavía su infancia, esa riqueza preciosa y regia, ese camarín que guarda los tesoros del recuerdo? Vuelva su atenciónhacia ella. Intente hacer resurgir las inmersas sensaciones de ese vasto pasado. Así verá cómo su personalidad se afirma, cómo se ensancha su soledad convirtiéndose en penumbrosa morada, mientras discurre muy lejos el estrépito de los demás. Y si de este volverse hacia dentro, si de este sumergirse en su propio mundo, brotan luego unos versos, entonces ya no se le ocurrirá preguntar a nadie si son buenos. Tampoco procurará que las revistas se interesen por sus trabajos. Pues verá en ellos su más preciada y natural riqueza: trozo y voz de su propia vida."


 
(fragmento de Cartas a un joven poeta, de Rainer Maria Rilke)

lunes, 24 de octubre de 2011

Flor de los arenales



Un variadito, antes de pasar a otros temas.

Primeramente: Mañana martes 25, de 18 a 19 horas (tirando a 18:30), asistiré a un convite: "Cita con los escritores", envío que sale por la radio Comunidad Enrique Angelelli, 105.7 en el dial de Neuquén y alrededores. Desde ya las mil gracias por la gentileza a su conductora, Ligia Balbuena.

Pasemos a una gema furtiva: El páramo, de Pedro Orgambide. Nuestro, muy laureado alguna vez, fallecido hace pocos años, por lo que ya se le cierne esa gloria que -dicen- todos tendremos después de muertos. Ojalá así sea, porque méritos le sobran, como a las claras muestra este volumen de 1967.

Un médico recién recibido llega desde Buenos Aires a un pueblito perdido, sin nombre, puesto en algún lugar del desierto como si lo hubieran arrojado ahí, a kilómetros de alguna vía desolada. Trae una maletita, lo puesto, pero también sus anhelos, su fe. Sus ganas de progresar, de transformarlo todo.

Lo reciben el viento que raspa, la demasiada calma, la contundente brevedad del caserío, las estaciones que se suceden inalterables y feroces. Y los lugareños. Cincelados por esa tierra que pone filo a las ráfagas, mimetizados con su tierra y por eso con su aridez, su infertilidad para todo lo que no sean jarillas y cascotes.

Una galería de personajes sólidos, tallados en piedras del baldío al que llaman plaza central: un médico rural desencantado; un juez de paz brutal; un teniente cajetilla y enfebrecido; una prostituta fatalmente desengañada; un maestro de montaña idealista y martirizado; una pareja de suizos entrados en años, simbióticos en su especulación, su dureza, su irrefrenable ambición de control. También, la hija de los suizos, Ilse. Su triste conciencia del tiempo. Su progresiva iluminación. Su debate doloroso entre el férreo deber ser y lo que efectivamente es, entre las reglas inmodificables y la realidad, vibrando en ese estremecedor "no me acostumbro a ser feliz" que se le escapará en algún momento. Tal vez tarde, porque la arena infernal también, inexorable, les invadirá los ojos, la boca, los deseos, el alma. Como al resto de aquellos otros, extraviados, arrasados por el arenal y sus fiebres en el que buscan y rebuscan las trizas de sus sueños.

Este libro recayó en mis manos como depositario, verbigracia el feliz programa "Libros libres" de la Biblioteca "Bernardino Rivadavia" de Cipolletti. Obras lanzadas a la calle, a pasar de mano en mano, a seguir viaje apenas se concluya su lectura.

Ahora es tiempo de que yo también deje partir este ejemplar. Puede que algún día lo encuentres en un banco de plaza, en una hamaca quieta, a los pies de un árbol, que alguien te lo tienda. Tiene tapa blanca y anacrónica; páginas amarillas, arenosas, tal vez imperceptiblemente aureoladas por alguna lágrima pretérita. Un crujido y entonces el olor: décadas, rincones de lectura que ya no están, tactos idos. Y entonces, de alguna forma misteriosa, quedaremos hermanados todos nosotros: vos y yo y quienes nos precedieron en el asombro y la emoción de esas mismas, arenosas, amarillas páginas.

viernes, 14 de octubre de 2011

De locura y de fuego



Los opuestos suelen rozarse. Acá, quizás, pueda ensayarse un raspón entre continentes antagónicos. Uno, Nobel de Literatura en 1951 (si mal no recuerdo la fecha), orfebre de una forma nueva, particularísima amalgama entre milagros propios y recursos absorbidos de distintos vergeles (por caso, el flujo de conciencia, boceteado por Joyce y Proust), los cuales se encargó de perfeccionar; del otro, un forjador arrabalero, tan porteño que fue de cabotaje, si se quiere, y que se abrió paso a codazos y empujones en una literatura argentina entonces dominada por Lugones (y por ende, amiga de la afectación y la filigrana), perseguido por los solemnes fanáticos del esteticismo, urgido sin saberlo por la muerte que lo truncó a los cuarenta y dos. Son el norteamericano William Faulkner y nuestro Roberto Arlt.

En extremos geográficos y literarios distintos, vivieron a la par durante casi toda la primera mitad del siglo veinte. Por el treinta, Faulkner lanzo su inmortal El ruido y la furia: la crónica de la decadencia de los Compson, familia que funge como alter ego del Sur profundo donde está afincada, un mundo y su inherente cosmovisión malheridos luego de la derrota confederada en la Guerra de Secesión. Diferentes voces reflejan la caída, como ser la de Benjy, el demente que observa todo desde el candor alucinado de su insanía, y que continuamente se fascina con el fuego. Casi a la par, Arlt metió un uno-dos con las novelas que, me parece, signaron la inmortalidad de su leyenda contrariada: Los siete locos y Los lanzallamas.

Hace bastante que no comentaba libros. Pero recientemente terminé ambas (porque conforman un bloque inescindible, y simbiótico, y todo aquel que leyó la primera conoce la urgente necesidad de deglutir la segunda). Son las fuerzas del delirio y el incendio las que empujan la lectura, este comentario, y alguna vez también -seguramente- la escritura de las dos.

Comienza la historia con un perdedor, Remo Erdosain. Gris, aburrido, apagado. Cierto día apela a una avivada para revertir su mediocridad. Pero la estafa es descubierta y queda acorralado por la obligación de cancelar un imposible resarcimiento económico a la firma damnificada, nada menos que la empresa que lo tiene como empleado. Este percance lo cruza con Haffner, el Rufián Melancólico, primero de los tantos exponentes de ese submundo del que, poco después, Remo también será integrante. Porque por conducto de Haffner llega a una siniestra quinta del conurbano. Ahí vive y conspira el Astrólogo.

Ante la recurrente visión de un mapa de los Estados Unidos, marcado con alfileres negros "en los territorios dominados por el Ku-Klux-Klan" (y acá, otro punto de contacto con el sureño Faulkner,  que situó muchas de sus historias en el condado ficticio deYoknapatawpha, noroeste de Mississipi), el Astrólogo adoctrina a su tropa: están el propio Rufián Melancólico, cafishio vocacional; el Buscador de Oro y su ansia de cordillera y tesoros; Bromberg, el Hombre que vio a la Partera, hosco, noctámbulo, brutal; el Mayor apócrifo; el cínico Barsut, casi un doble agente; más otros comedidos posteriores como el farmacéutico consumido por el delirio místico y la lectura infatigable de la Biblia, y su esposa Hipólita, la Ramera.

El plan no es otro que la revolución violenta para derrumbar el orden vigente y, claro, instaurar uno nuevo a la usanza comunista. El Astrólogo parece tener todo calculado: por caso, los primeros fondos vendrán de prostíbulos regenteados por Haffner; la victoria bélica, en tanto, del uso a mansalva de armas químicas sobre cuarteles y ciudades.

A Erdosain, hasta ayer inventor fracasado, le toca diseñar la usina para fabricar el gas fosgeno. En esta labor pondrá lo mejor de sus energías, tal vez en un intento por redimirse ante la mirada de los otros, también la suya propia. Pero, paralelamente, se cae barranca abajo. La humillación inolvidable que le inflige su propia esposa le despertará esa manía irrefrenable por la autodestrucción, por flagelarse, refregar la cara y la lengua en el barro. En definitiva, revolver los fantasmas de su infancia sombría, arrancarlos del ayer y traerlos de la mano hasta el ahora.

Mientras tanto, alrededor suyo, de una manera u otra, entre tiros y llamaradas, la hecatombe los hermanará a todos.

Dos obras imperdibles. Como si fuera poco, una perla adicional: el prólogo de Los Lanzallamas