Los opuestos suelen rozarse. Acá, quizás, pueda ensayarse un raspón entre continentes antagónicos. Uno, Nobel de Literatura en 1951 (si mal no recuerdo la fecha), orfebre de una forma nueva, particularísima amalgama entre milagros propios y recursos absorbidos de distintos vergeles (por caso, el flujo de conciencia, boceteado por Joyce y Proust), los cuales se encargó de perfeccionar; del otro, un forjador arrabalero, tan porteño que fue de cabotaje, si se quiere, y que se abrió paso a codazos y empujones en una literatura argentina entonces dominada por Lugones (y por ende, amiga de la afectación y la filigrana), perseguido por los solemnes fanáticos del esteticismo, urgido sin saberlo por la muerte que lo truncó a los cuarenta y dos. Son el norteamericano William Faulkner y nuestro Roberto Arlt.
En extremos geográficos y literarios distintos, vivieron a la par durante casi toda la primera mitad del siglo veinte. Por el treinta, Faulkner lanzo su inmortal
El ruido y la furia: la crónica de la decadencia de los Compson, familia que funge como
alter ego del Sur profundo donde está afincada, un mundo y su inherente cosmovisión malheridos luego de la derrota confederada en la Guerra de Secesión. Diferentes voces reflejan la caída, como ser la de Benjy, el demente que observa todo desde el candor alucinado de su insanía, y que continuamente se fascina con el fuego. Casi a la par, Arlt metió un uno-dos con las novelas que, me parece, signaron la inmortalidad de su leyenda contrariada:
Los siete locos y
Los lanzallamas.
Hace bastante que no comentaba libros. Pero recientemente terminé ambas (porque conforman un bloque inescindible, y simbiótico, y todo aquel que leyó la primera conoce la urgente necesidad de deglutir la segunda). Son las fuerzas del delirio y el incendio las que empujan la lectura, este comentario, y alguna vez también -seguramente- la escritura de las dos.
Comienza la historia con un perdedor, Remo Erdosain. Gris, aburrido, apagado. Cierto día apela a una avivada para revertir su mediocridad. Pero la estafa es descubierta y queda acorralado por la obligación de cancelar un imposible resarcimiento económico a la firma damnificada, nada menos que la empresa que lo tiene como empleado. Este percance lo cruza con Haffner, el Rufián Melancólico, primero de los tantos exponentes de ese submundo del que, poco después, Remo también será integrante. Porque por conducto de Haffner llega a una siniestra quinta del conurbano. Ahí vive y conspira el Astrólogo.
Ante la recurrente visión de un mapa de los Estados Unidos, marcado con alfileres negros "en los territorios dominados por el Ku-Klux-Klan" (y acá, otro punto de contacto con el sureño Faulkner, que situó muchas de sus historias en el condado ficticio deYoknapatawpha, noroeste de Mississipi), el Astrólogo adoctrina a su tropa: están el propio Rufián Melancólico,
cafishio vocacional; el Buscador de Oro y su ansia de cordillera y tesoros; Bromberg, el Hombre que vio a la Partera, hosco, noctámbulo, brutal; el Mayor apócrifo; el cínico Barsut, casi un doble agente; más otros comedidos posteriores como el farmacéutico consumido por el delirio místico y la lectura infatigable de la Biblia, y su esposa Hipólita, la
Ramera.
El plan no es otro que la revolución violenta para derrumbar el orden vigente y, claro, instaurar uno nuevo a la usanza comunista. El Astrólogo parece tener todo calculado: por caso, los primeros fondos vendrán de prostíbulos regenteados por Haffner; la victoria bélica, en tanto, del uso a mansalva de armas químicas sobre cuarteles y ciudades.
A Erdosain, hasta ayer inventor fracasado, le toca diseñar la usina para fabricar el gas fosgeno. En esta labor pondrá lo mejor de sus energías, tal vez en un intento por redimirse ante la mirada de los otros, también la suya propia. Pero, paralelamente, se cae barranca abajo. La humillación inolvidable que le inflige su propia esposa le despertará esa manía irrefrenable por la autodestrucción, por flagelarse, refregar la cara y la lengua en el barro. En definitiva, revolver los fantasmas de su infancia sombría, arrancarlos del ayer y traerlos de la mano hasta el ahora.
Mientras tanto, alrededor suyo, de una manera u otra, entre tiros y llamaradas, la hecatombe los hermanará a todos.
Dos obras imperdibles. Como si fuera poco, una perla adicional:
el prólogo de Los Lanzallamas.