lunes, 30 de julio de 2012

Todavía





la escarcha unánime, el mediodía exangüe -su sangre blancuzca goteando en la cara-, la desazón de las brújulas y los pies rajados. 
¿y qué con este acero en las tripas? pregunté. ¿Y qué con el niño interior perdido en el bosque?
Nada. Cerrar los ojos. Shhh. Porque de una grieta germinará el trino, se inmiscuirá su tibieza necesaria:




Recuerdo el frío del amanecer, los círculos de los insectos sobre las
tazas inmóviles, la posibilidad de un abismo lleno de luz bajo las
ventanas abiertas para la ventilación de la enfermedad, el olor triste
de la sosa cáustica.

Pájaros. Atraviesan lluvias y países en el error de los imanes y los
vientos, pájaros que volaban entre la ira y la luz.
Vuelven incomprensibles bajo leyes de vértigo y olvido.

No tengo miedo ni esperanza. Desde un hotel exterior al destino, veo
una playa negra y, lejanos, los grandes párpados de una ciudad cuyo
dolor no me concierne.

Vengo del metileno y el amor; tuve frío bajo los tubos de la muerte.
Ahora contemplo el mar. No tengo miedo ni esperanza.

Eres sabio y cobarde, estás herido en las mujeres húmedas, tu
pensamiento es sólo recuerdo de la ira.

Ves la rosas temibles.
Ah caminante, ah confusión de párpados.
Hay una hierba cuyo nombre no se sabe; así ha sido mi vida.

Vuelvo a casa atravesando el invierno: olvido y luz sobre las ropas
húmedas. Los espejos están vacíos y en los platos ciega la soledad.
Ah la pureza de los cuchillos abandonados.

Amé todas las pérdidas.

Aún retumba el ruiseñor en el jardín invisible.



(fragmento de Aun, de Antonio Gamoneda)

domingo, 22 de julio de 2012

Cenizas







“Escribir es buscar en el tumulto de los quemados el hueso del brazo que corresponda al hueso de la pierna.”


(Alejandra Pizarnik)

lunes, 16 de julio de 2012

Díptico







Podría ser el lamento de la hierba requemada bajo los pies.
El latido de un cuerpo que se escurre.
Las volteretas tristes de esa ceniza -nostalgia de pétalos, de ayer en colores- en el viento.





"No hay luz sino estupor de luz
en este jardín abrasado
de frío y lenta escarcha donde
alguien cuya sombra te evoca
remueve sin prisa la tierra
y deja en los surcos un hilo
de luz fría donde mis ojos
desde esta página te anuncian
y dicen verte, aunque no estés.


*


Hago inventario de tu ausencia:
ojos no usados, aire intacto,
las horas como lumbre escasa
que el aire no aventa ni excita.
En todo espío transparencias,
temblor que es tu cuerpo inasible.
Hago inventario de tu ausencia
para que sepas de tu vida
a mi lado, cuando no estás."



(Díptico, de Jordi Doce)

sábado, 7 de julio de 2012

Valfierno




La fría crónica policial, entre las miles de conjeturas ensayadas en el momento (1911: acá, postrimerías del Centenario de una Argentina a la que creían, y se creía a sí misma, potencia mundial) sólo pudo hablar en concreto del robo de la Gioconda, sustraída sin ruidos del seno del Louvre para desatar la histeria de las policías europeas en general y francesa en particular. 


Resultaría mucho después que el cerebro del golpe fue un argentino: el marqués Eduardo de Valfierno. En 1910 había irrumpido en la Ciudad de las Luces y durante un año supo mezclarse con su alcurnia, meterse en sus salones y comer de sus mesas. Fascinarla. Mientras, planeaba el gran golpe: reclutaba la mano de obra (Vincenzo Peruggia, un tosco inmigrante italiano que trabajaba en el Museo); se enredaba con una prostituta ambiciosa; departía con Chaudron, un pintor ignoto con un único y descomunal talento para la duplicación (el mismo que haría las copias que el marqués argentino vendió a distintos compradores por sumas de seis cifras).  
    
Resultó, también, que el Marqués tenía un pasado. Que ocultó a las noblezas de París y de Buenos Aires que tanto frecuentó, claro. Porque fue el hijo de una sirvienta de familia rica, y sólo por eso creció en un palacete de la Recoleta, nada más que por eso compartió juegos y risas con los niños potentados. Ahí debió incubar el germen del inconformismo a ultranza, la negación de las privaciones y carencias que le habían tocado en suerte. 


Como pruebas impuestas, fue tentado por el sopor de un pueblito de provincia y la vida segura y sin sobresaltos que aseguraba para siempre; también la cárcel y sus horrores. Pero, inconscientemente primero y con pleno entendimiento después, llegó a creer que la construcción de un destino era también una forma de arte. 


Entonces fue cambiando sus nombres. Aprendió las maneras y modales de la clase alta. Llegó a la capital francesa (por entonces, un must de la aristocracia porteña), acá y allá se hizo de amigos poderosos que se rindieron a sus encantos. Y se emborracho con los deleites que de chico había mirado sin poder tener. Pero le faltaba algo, y entonces propició el delito inimaginable, consumado en circunstancias tan fáciles que parecieron indignas. 


Durante dos años nada se supo del cuadro. Peruggia, desconcertado y sin saber qué hacer, lo mantenía escondido en su cuartucho. La policía, desesperada, lo buscaba por todas partes. Valfierno vendía y revendía el cuadro -las copias de Chaudron- a millonarios enceguecidos por la codicia. Hasta que un desencuentro derrumbó el plan.


No era el dinero, evidentemente, la primera motivación de nuestro compatriota. El estafador tiene otras necesidades: la seducción de la víctima, la recepción de la confianza del engañado. Lo que es decir, el exhibicionismo sutil de su carisma y su inteligencia. 


Por eso Valfierno se regodeó en silencio de la confusión descomunal que generó, hasta que no le alcanzó y habló con un cronista, y acá comienza el relato novelado del que da cuenta Valfierno, de Martín Caparrós. 


De estructura entremezclada, la lectura va entregando los distintos fragmentos de un mosaico que, a fin de cuentas, versa sobre la  búsqueda de la identidad, las caras de la verdad, y la falsificación (de un cuadro, un pasado, una vida), todo en la historia real de un nacido en esta tierra donde ese último tema nunca pasó desapercibido. Por algo hemos acuñado el término trucho y cada día vemos nuevos ejemplos en la televisión, el diario, la calle.


Pendular, salpicada, pero sin embargo sólida, esta novela ganó el premio Planeta en 2004. 




(P.D.: muy pronto me pongo al día con los comentarios pendientes, lo prometo)