sábado, 7 de julio de 2012
Valfierno
La fría crónica policial, entre las miles de conjeturas ensayadas en el momento (1911: acá, postrimerías del Centenario de una Argentina a la que creían, y se creía a sí misma, potencia mundial) sólo pudo hablar en concreto del robo de la Gioconda, sustraída sin ruidos del seno del Louvre para desatar la histeria de las policías europeas en general y francesa en particular.
Resultaría mucho después que el cerebro del golpe fue un argentino: el marqués Eduardo de Valfierno. En 1910 había irrumpido en la Ciudad de las Luces y durante un año supo mezclarse con su alcurnia, meterse en sus salones y comer de sus mesas. Fascinarla. Mientras, planeaba el gran golpe: reclutaba la mano de obra (Vincenzo Peruggia, un tosco inmigrante italiano que trabajaba en el Museo); se enredaba con una prostituta ambiciosa; departía con Chaudron, un pintor ignoto con un único y descomunal talento para la duplicación (el mismo que haría las copias que el marqués argentino vendió a distintos compradores por sumas de seis cifras).
Resultó, también, que el Marqués tenía un pasado. Que ocultó a las noblezas de París y de Buenos Aires que tanto frecuentó, claro. Porque fue el hijo de una sirvienta de familia rica, y sólo por eso creció en un palacete de la Recoleta, nada más que por eso compartió juegos y risas con los niños potentados. Ahí debió incubar el germen del inconformismo a ultranza, la negación de las privaciones y carencias que le habían tocado en suerte.
Como pruebas impuestas, fue tentado por el sopor de un pueblito de provincia y la vida segura y sin sobresaltos que aseguraba para siempre; también la cárcel y sus horrores. Pero, inconscientemente primero y con pleno entendimiento después, llegó a creer que la construcción de un destino era también una forma de arte.
Entonces fue cambiando sus nombres. Aprendió las maneras y modales de la clase alta. Llegó a la capital francesa (por entonces, un must de la aristocracia porteña), acá y allá se hizo de amigos poderosos que se rindieron a sus encantos. Y se emborracho con los deleites que de chico había mirado sin poder tener. Pero le faltaba algo, y entonces propició el delito inimaginable, consumado en circunstancias tan fáciles que parecieron indignas.
Durante dos años nada se supo del cuadro. Peruggia, desconcertado y sin saber qué hacer, lo mantenía escondido en su cuartucho. La policía, desesperada, lo buscaba por todas partes. Valfierno vendía y revendía el cuadro -las copias de Chaudron- a millonarios enceguecidos por la codicia. Hasta que un desencuentro derrumbó el plan.
No era el dinero, evidentemente, la primera motivación de nuestro compatriota. El estafador tiene otras necesidades: la seducción de la víctima, la recepción de la confianza del engañado. Lo que es decir, el exhibicionismo sutil de su carisma y su inteligencia.
Por eso Valfierno se regodeó en silencio de la confusión descomunal que generó, hasta que no le alcanzó y habló con un cronista, y acá comienza el relato novelado del que da cuenta Valfierno, de Martín Caparrós.
De estructura entremezclada, la lectura va entregando los distintos fragmentos de un mosaico que, a fin de cuentas, versa sobre la búsqueda de la identidad, las caras de la verdad, y la falsificación (de un cuadro, un pasado, una vida), todo en la historia real de un nacido en esta tierra donde ese último tema nunca pasó desapercibido. Por algo hemos acuñado el término trucho y cada día vemos nuevos ejemplos en la televisión, el diario, la calle.
Pendular, salpicada, pero sin embargo sólida, esta novela ganó el premio Planeta en 2004.
(P.D.: muy pronto me pongo al día con los comentarios pendientes, lo prometo)
miércoles, 27 de junio de 2012
Y no sabrán
Primero, y como verás, hay algunos cambios, sutiles y no tanto.
Después, me tomo el atrevimiento de compartir el milagro contenido en estos versos:
un día alguien
vendrá y me dirá
que has muerto
y yo
romperé todos los espejos
y astillaré mis ojos
para poder verte
y te leeré poemas en
la noche oscura de silencio
(encontrarán un día mis palabras
y no sabrán quién fui)
jueves, 21 de junio de 2012
El niño interior
Ayer encallé con esto: "(Borges) cuenta que Swift describe a unos conversadores que, en lugar de cansar sus gargantas hablando, llevan unos sacos con figuritas y para decir caballo extraen del saco la figura de un caballo y la muestran. Cuenta también que hoy iba en el subterráneo y un chico preguntó: "¿Cuánto falta para Palermo?". Repitió: "¿Cuánto falta?" y después, riéndose:"¿Cuánto flauta para Palermo?" y quizá a "cuánta flauta". BORGES: "Era un momento importantísimo en su vida. Estaba descubriendo que había palabras parecidas y que ponerlas juntas era gracioso. No, era mucho más: estaba descubriendo la literatura. Los padres no le hacían caso. Hablaban entre ellos. Yo quise mirarlo, para reírme con él. No lo vi".
(fragmento de Borges, de A. Bioy Casares)
jueves, 14 de junio de 2012
Día del escritor
Creo recordar que hace un año atrás trazaba una semblanza de Leopoldo Lugones. A él se refiere la conmemoración del día que recién termina. Alguna vez, cuando todavía resonaba el disparo mortal, lo instauraron como insignia del oficio. Y hoy continúa así, formalmente al menos, aun cuando sus imágenes -la levita reglamentaria, el bigote inverosímil, la misma solemnidad de sus páginas- parecen volverse cada vez más difusas, más crepusculares.
Hoy -perdón, ayer- escuché a la pasada a alguien que abogaba por un nuevo paradigma. Hora de abolir la tradición caduca que ensalza al totalitario, al altisonante, al de la descendencia paradójica (un hijo torturador en tiempos de Uriburu, una nieta desaparecida en los setenta). Momento de reparar en los tantos prodigios posteriores. Y es cierto que intentar siquiera un orden de mérito, sin incurrir en omisiones intolerables, impresiona como complicadísimo.
Omito a Borges, ya casi un lugar común: lo siento más emparentado con el Día del Libro propiamente dicho (recordando que fue el lector más desaforado del que se tiene noticia). Incluso bien merecería el homenaje un Piglia, nuestro mejor exponente hoy.
También, por qué no, repartir justicia con una conmemoración móvil, prefijada cada año en el natalicio de un escritor distinto.
Y luego de esa propuesta que seguramente rebotará en silencios, te dejo mi abrazo y mi saludo, hermano/a de letras.
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