Imposible. Así fue, es y será mi relación con el ajedrez. No es que nunca me haya interesado, sino que entonces mi impericia resultó soberana. Algo similar a lo sucedido con la música, cuya correspondiente asignatura del colegio secundario pude sortear por exclusiva obra de un milagroso alineamiento de los planetas (aunque, todo hay que decirlo, logré una hazaña improbable: tocar la flauta con la nariz). Volviendo al juego ciencia, recuerdo claramente mi última partida. Habrán pasado unos siete, ocho años, tal vez más. Del otro lado del tablero estaba el hermano menor de un amigo. Trece años de edad, peinadito, rubiecito, bastante acné y el consiguiente aire de inseguridad. Dicen que los tiburones perciben la sangre a la distancia; yo, en ese momento, experimenté algo parecido. Es que, si bien sólo contaba con el conocimiento más básico del juego, la diferencia de edad siempre presupone una ventaja para el mayor, en este caso yo y por unos cuantos años. Con este panorama es probable que usted señor, usted bella dama, piense que la mesa estaba servida para que este servidor se hiciera un picnic. Error, y de los grandes. Fue rápido y doloroso, sangriento te diría. Una paliza inolvidable que me hizo abjurar para siempre de los trebejos. Por el bien de mi autoestima, ¿no?
Mejor pasemos a lo bueno. Ya adentrándonos en nuestro terreno, el ajedrez resulta una huerta fértil para los quehaceres de la literatura. Así lo permite la vida pintoresca, en algunos casos extravagante, que llevaron muchos maestros legendarios. Bueno, a decir verdad, sucede lo mismo con tantos grandes escritores. Supongo que es la consecuencia de consagrar ciegamente la existencia a un arte. La literatura lo es, y muchos ajedrecistas replican el rótulo para lo suyo.
Y ya que hablamos de letras, desde hace bastante me llegaron buenas mentas de Cabrera Infante, pero nunca había tenido la oportunidad de comprobarlas. El otro día, buscando un dato técnico para un viejo cuento que estoy corrigiendo (una versión libre sobre el enfrentamiento entre Lasker y Capablanca), la casualidad me enfrentó de bruces con un opúsculo de aquel escritor español. Concretamente, una crónica sobre el mentado Raúl Capablanca. El trazo experto de Cabrera Infante va dibujando la vida y el carácter del mito cubano, alegre desde siempre, travieso, despreocupado, y dueño de una aptitud mágica y descomunal para dominar todos los secretos del juego, signo definitivo del camino en cuyas cunetas tiró los pedazos de todos los maestros y leyendas del ajedrez que tuvo enfrente. Hasta que en el Buenos Aires de 1927, dónde si no para un final de tango como el que se avecinaba, se enfrentó nuevamente con el nefasto y obsesivo Alekhine, a quien siempre había vencido pero ahora era distinto. Ahora jugaban por el título de campeón mundial que detentaba Capablanca.
Es un poco largo, pero te lo recomiendo. Cabrera Infante sabe lo que hace, sin ninguna duda. Si te va la propuesta, click acá.
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