"La medicina es mi esposa legal; la literatura, sólo mi amante". Ésa era la fórmula que logró Chéjov para posibilitar una convivencia que suele ser, como mínimo, complicada.
Por naturaleza, el escritor es un ser que deambula entre dos mundos. El "real", ineludible por imperativo biológico, con todo su fárrago de obligaciones, crisis económicas, boletas vencidas y problemas con los vecinos; y el otro, ese Edén nebuloso y a veces infernal: el país de las letras. El escritor, salvo algunos pocos iluminados que pueden sustentarse con su "vicio, su pasión y su desgracia", tiene que recurrir a otras ocupaciones para pagar las cuentas. Los más, merced a la afinidad intrínseca, se vuelcan al periodismo; varios van a la crítica literaria y la traducción; unos pocos al derecho; los hay también editores, o incluso aventureros que, ciegos de amor, recurren a oficios mínimos que bastan para sobrevivir y poco más, y todo el tiempo restante va a parar a la creación literaria.
También los hay médicos. Les reservé un párrafo aparte porque recordé ahora a uno que, enfrentado a una insoportable tensión de este dilema existencial, quiso y debió abjurar de la medicina para volcarse al arte (la música en su caso, pero ya vimos que es prima hermana de la literatura).
Chéjov era médico. Supo congeniar ambas dimensiones, con aquella fórmula del principio a la que llegó no sin poco sufrimiento. Ahora recuerdo a un poeta (¿Lorca?) que alguna vez dijo que pretendía no ser esposo sino amante de la poesía, para mantener con ella una relación arrasadora, inestable, un éxtasis que se reinventa constantemente.
Vuelvo a Chéjov. Una palabra que puede definirlo cabalmente es "generosidad". La medicina lo llevó a morir joven, verbigracia la tuberculosis que se contagió a sus veinte y pocos años, atendiendo pacientes en el sur de Francia, pero aún así continuó ejerciendo. Literariamente, en sus cuarenta y cuatro años de vida alcanzó a ser prolífico y magistral, excediendo los límites intocables de la maestría para volverse eterno. Aun cuando ya era un autor de eminencia en su Rusia natal, tuvo un hábito que pocos consagrados tuvieron (hoy tampoco) la deferencia de cultivar: responder cartas de aprendices y admiradores.
No tuvo problemas en aconsejar a los novatos, ni emocionarse, ni tampoco dejar de sorprenderse ante los elogios más enérgicos. Hay una en particular que, creo, colgué alguna vez. Pero de una u otra forma vuelvo a tropezar con ella. Será porque me resuena su hastío pero también su profecía de renacer, la confianza en un mañana que será mejor. Que expresa lo difícil y a veces desesperante que es sobrellevar esta bigamia entre aquellos dos mundos.
A Dmitri V. Grigoróvich, Moscú, 28 de marzo de 1886
Su carta, mi querido y buen bienhechor, me ha impactado como un rayo. Me conmovió y casi rompo a llorar. Ahora pienso que ha dejado una profunda huella en mi alma. [...]
Su carta, mi querido y buen bienhechor, me ha impactado como un rayo. Me conmovió y casi rompo a llorar. Ahora pienso que ha dejado una profunda huella en mi alma. [...]
Todas las personas cercanas a mí siempre han menospreciado mi actividad de escritor y no han cesado de aconsejarme amistosamente que no cambiara mi ocupación actual por la de escritor. Tengo en Moscú cientos de conocidos, entre ellos dos decenas que escriben, y no puedo recordar ni a uno sólo que haya visto en mí a un artista. En Moscú existe el llamado “círculo literario”. Talentos y mediocridades de cualquier pelaje y edad se reúnen una vez por semana en el reservado de un restaurante y dan rienda suelta a sus lenguas. Si fuera allí y les leyera una parte de su carta, se reirían de mí. Tras cinco años de deambular por los periódicos he logrado compenetrarme con esa opinión general de mi insignificancia literaria. En seguida me acostumbré a mirar mis trabajos con indulgencia y a escribir de manera trivial. Esa es la primera razón. La segunda es que soy médico y siento una gran pasión por la medicina de modo que el proverbio sobre las dos liebres [“El que sigue dos liebres, tal vez cace una, y muchas veces, ninguna”] nunca quitó tanto el sueño a nadie como a mí. Le escribo todo esto sólo para justificar un poco ante usted mi gran pecado. Hasta ahora he mantenido, respecto a mi labor literaria, una actitud superficial, negligente y gratuita. No recuerdo ni un solo cuento mío en el que haya trabajado más de un día. "El cazador", que a usted le gusta, lo escribí en una casa de baños. He escrito mis cuentos como los reporteros que informan de un incendio: mecánicamente, medio inconsciente, sin preocuparme para nada del lector ni de mí mismo... He escrito intentando no desperdiciar en un cuento las imágenes y los cuadros que quiero y que, sabe Dios por qué, he guardado y escondido con mucho cuidado. [...]
Disculpe la comparación, pero ha actuado en mí como la orden gubernamental de “abandonar la ciudad en 24 horas”, esto es, de pronto he sentido la imperiosa necesidad de darme prisa, de salir lo antes posible del lugar donde me hallo empantanado... Estoy de acuerdo en todo con usted. El cinismo que me señala, lo sentí al ver publicado "La bruja". Si hubiera escrito ese cuento no en un día, sino en tres o cuatro, no lo tendría... Me libraré de los trabajos urgentes, pero me llevará tiempo... No es posible abandonar el carril en el que me encuentro. No me importa pasar hambre, como ya pasé antes, pero no se trata de mí. Dedico a escribir mis horas de ocio, dos o tres por día y un poco de la noche, esto es, un tiempo apenas suficiente para pequeños trabajos. En verano, cuando tenga más tiempo libre y menos obligaciones, me ocuparé de asuntos serios.
No puedo poner mi verdadero nombre en el libro, porque ya es tarde: la viñeta ya está preparada y el libro, impreso. Mucha gente de Petersburgo me ha aconsejado, antes que usted, no echar a perder el libro con un pseudónimo, pero no les he hecho caso, probablemente por amor propio. No me gusta nada mi libro ["Cuentos abigarrados" se publicó bajo el pseudónimo de Antosha Chejonté]. Es una vinagreta, un batiburrillo de trabajos estudiantiles, desplumados por la censura y por los editores de las publicaciones humorísticas. Creo que, después de leerlo, muchos se sentirán decepcionados. Si hubiera sabido que usted me lee y sigue mis pasos, no lo habría publicado. La esperanza está en el futuro. Sólo tengo 26 años. Quizás me dé tiempo a hacer algo, aunque el tiempo pasa deprisa. Le pido disculpas por esta carta tan larga. [...] Con profundo y sincero respeto y agradecimiento.
Antón Chéjov
2 comentarios:
Una entrada que me ha resultas muy interesante.
Saludos
gran maestro, Chejov.
Gracias chamigo
un abrazo
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