domingo, 27 de noviembre de 2011

No ser o ser



Otro rústico fósil, cristalizado con sus coágulos en el bajo vientre del tiempo:


Persigo tus pasos
en la nieve, en las dunas,
allá donde tu perfume
es mariposa pintada de arcoiris.
Busco tus ojos
en la noche muda, en el hielo cruel
de nuestros santuarios,
allá donde cantan las sirenas.
Luminosas, cristalinas, venenosas;
como nuestros recuerdos

lunes, 21 de noviembre de 2011

Blanco y nocturna




Las horas por el escurridero, tenaces, inmutables, mientras se amontonan los tropiezos de la búsqueda -el viejo poema o el nuevo verso- por los desvanes, los areneros, las madrugadas, los intersticios agrestes de las tumbas. Entonces, siempre, de golpe, algún coral inesperado nos retiene, ardiendo, blanco; los hilos de sangre arrancados por la marea, los párpados a medias, el ronroneo del sol a las siete y algo:   


Hoy quisiera tus dedos 
escribiéndome historias en el pelo, 
y quisiera besos en la espalda, 
acurrucos, que me dijeras 
las más grandes verdades 
o las más grandes mentiras, 
que me dijeras por ejemplo 
que soy la mujer más linda, 
que me querés mucho, 
cosas así, tan sencillas, tan repetidas, 
que me delinearas el rostro 
y me quedaras viendo a los ojos 
como si tu vida entera 
dependiera de que los míos sonrieran 
alborotando todas las gaviotas en la espuma. 
Cosas quiero como que andes mi cuerpo 
camino arbolado y oloroso, 
que seas la primera lluvia del invierno 
dejándote caer despacio 
y luego en aguacero. 
Cosas quiero, como una gran ola de ternura 
deshaciéndome un ruido de caracol, 

un cardumen de peces en la boca, 
algo de eso frágil y desnudo, 
como una flor a punto de entregarse 
a la primera luz de la mañana, 
o simplemente una semilla, un árbol, 

un poco de hierba.



(Sencillos deseos, de Gioconda Belli)

martes, 15 de noviembre de 2011

Ser o no ser




He ahí el dilema. Emparentado con el interrogante ya ineludible. ¿Donde están mis poemas? Antes de aventurar una respuesta, viene la aclaración consabida y acostumbrada para estos trances.

Será evidente a estas alturas, calculo, pero aún así confieso que no fui, ni soy, ni seré poeta. Y lo asumo sereno, desprovisto de cálculos, especulaciones, intentonas de acarrear condescendencia o las réplicas enaltecedoras que prosiguen a la falsa modestia (répicas que, natural y alegremente, aun cuando me esfuerce por mantener auténtica la falta de vanidad, agradeceré porque las sé sinceras). 

Debo haberlo dicho alguna vez, pero vale repetirlo: creo con fervor que el don poético, demoníaca mezcla de juglar y orfebre y alquimista, no se adquiere ni se aprende. Tal vez lo alumbre el augurio de alguna fugaz y rara estrella, a la usanza de aquellas tribus antiguas que fascinadas estudiaban el cielo; quizás sea deslizado furtivamente en los fragores dulces y blancos de la concepción en noches de cuarto creciente; a lo mejor emana como un vapor de las flores, cuando la floración, mientras elucubran sus mantras en los jardines nocturnos, y entonces ascienden e impregnan ciertas cunas aún vacantes. Imposible saberlo, y mejor así.

En mi caso concreto, niego la posesión del título pero a fuerza de sinceridad concedo uno de sus atributos: el latir de una pulsión inasible que susurra la palabra justa, la combinación que viste a la frase de arrullo, la melodía exacta de todas las cosas. Puede que sea un narrador híbrido, con voluble y caótica aptitud para los chispazos. Quién sabe.

En fin, todas esta parafernalia de piruetas torpes sólo busca exculpar al inminente poemita, desenterrado del fondo de los tiempos en el afán de responder la pregunta:


Busco una flor que resquebraje
la monotonía ardiente de la nieve.
Busco una melodía que subyugue al viento,                         
que desdibuje los acordes gélidos del silencio.           
Busco una estrella de perfume relumbrante,
hechicera que enhebra relámpagos de seda.
Busco la agonía de las lágrimas,
el horizonte tras el cual la tristeza
dibuja los trazos de su poniente.
Busco...
 

viernes, 4 de noviembre de 2011

Deriva




Tiempos de misteriosa, inexplicable, desesperante falta de tiempos. Y en el interín del caos y los gruñidos de las rajaduras, un impulso de esos irrefrenables brota como una luz entre las rendijas. Una sed: volver a algunas páginas. Ciertas páginas. Y sumergirse en su frescura clara, casi de deshielo; y rendirles el cuerpo roto a su cauce para que se lo lleve como un secreto, dibujando espirales mansas. Páginas como éstas:

 
"Usted pregunta si sus versos son buenos. Me lo pregunta a mí, como antes lo preguntó a otras personas. Envía sus versos a las revistas literarias, los compara con otros versos, y siente inquietud cuando ciertas redacciones rechazan sus ensayos poéticos. Pues bien -ya que me permite darle consejo- he de rogarle que renuncie a todo eso. Está usted mirando hacia fuera, y precisamente esto es lo que ahora no debería hacer. Nadie le puede aconsejar ni ayudar. Nadie... No hay más que un solo remedio: adéntrese en sí mismo. Escudriñe hasta descubrir el móvil que le impele a escribir. Averigüe si ese móvil extiende sus raíces en lo más hondo de su alma. Y, procediendo a su propia confesión, inquiera y reconozca si tendría que morirse en cuanto ya no le fuere permitido escribir. Ante todo, esto: pregúntese en la hora más callada de su noche: "¿Debo yo escribir?" Vaya cavando y ahondando, en busca de una respuesta profunda. Y si es afirmativa, si usted puede ir al encuentro de tan seria pregunta con un "Si debo" firme y sencillo, entonces, conforme a esta necesidad, erija el edificio de su vida. Que hasta en su hora de menor interés y de menor importancia, debe llegar a ser signo y testimonio de ese apremiante impulso. Acérquese a la naturaleza e intente decir, cual si fuese el primer hombre, lo que ve y siente y ama y pierde. No escriba versos de amor. Rehuya, al principio, formas y temas demasiado corrientes: son los más difíciles. Pues se necesita una fuerza muy grande y muy madura para poder dar de sí algo propio ahí donde existe ya multitud de buenos y, en parte, brillantes legados. Por esto, líbrese de los motivos de índole general. Recurra a los que cada día le ofrece su propia vida. Describa sus tristezas y sus anhelos, sus pensamientos fugaces y su fe en algo bello; y dígalo todo con íntima, callada y humilde sinceridad. Valiéndose, para expresarse, de las cosas que lo rodean. De las imágenes que pueblan sus sueños. Y de todo cuanto vive en el recuerdo.
Si su vida cotidiana le parece pobre, no la culpe. Acúsese a sí mismo de no ser bastante poeta para lograr descubrir y atraerse sus riquezas. Pues, para un espíritu creador, no hay pobreza. Ni hay tampoco lugar alguno que le parezca pobre o le sea indiferente. Y aun cuando usted se hallara en una cárcel, cuyas paredes no dejasen trascender hasta sus sentidos ninguno de los ruidos del mundo, ¿no le quedaría todavía su infancia, esa riqueza preciosa y regia, ese camarín que guarda los tesoros del recuerdo? Vuelva su atenciónhacia ella. Intente hacer resurgir las inmersas sensaciones de ese vasto pasado. Así verá cómo su personalidad se afirma, cómo se ensancha su soledad convirtiéndose en penumbrosa morada, mientras discurre muy lejos el estrépito de los demás. Y si de este volverse hacia dentro, si de este sumergirse en su propio mundo, brotan luego unos versos, entonces ya no se le ocurrirá preguntar a nadie si son buenos. Tampoco procurará que las revistas se interesen por sus trabajos. Pues verá en ellos su más preciada y natural riqueza: trozo y voz de su propia vida."


 
(fragmento de Cartas a un joven poeta, de Rainer Maria Rilke)