Hace poco tiempo me fue dado, por equis causa, presenciar en primerísimo plano el desastre subsiguiente a un choque en una ruta. Un impacto pleno, de frente. Bajo el mediodía denso, entre las trizas, dos autos que ya no eran tales y la pelea de los bomberos por abrir el amasijo. Luego, finalmente abierto, compuerta que derramó el cuerpo laxo, tan blando. Algunos médicos iban y venían, con parsimonia justificada. Llamadas perdidas en un celular. Un manchón de sangre en un asiento, moscas zumbando encima y alrededor. Basta convocar al recuerdo para escucharlas todavía.
Tema tristemente argentino. No por nada lo llaman epidemia, empezando por la estadística. Para peor basta un ratito en cualquier calle o ruta para ver lo lejos que estamos de curarnos.
Empero, y aun cuando suene extraño ante su sofisticación, los suecos también supieron padecer este mismo flagelo algunas décadas atrás. Entre aquello y ésto sólo cambia el inescindible bosque circundante y el sol blancuzco de escarcha. Después, la misma devastación, el mismo silencio exceptuado por las moscas, los murmullos, los pedacitos de vidrio bajo los pies. El mismo desgarramiento acechando a los que esperan en casa.
Ellos, hijos de una tierra tan hermosa como implacable, habrán cosechado de ella la determinación, necesaria para resistirla y domesticarla; a la sombra helada de esas noches infinitas habrán templado el carácter, desarrollado serenidad para derrotar problemas. Porque los suecos, además de todos los paliativos usuales, recurrieron a una herramienta tan original como determinante. Su gobierno tomó en serio el problema y lo atacó con todo. Publicidad agresiva, estructuras viales especialmente diseñadas, y aquella herramienta: hizo un llamado a los artistas del país para que, creando, colaboren con la causa.
Uno de ellos, Stig Dagerman, por entonces escritor de predicamento en la patria de Odín, respondió con un cuento hermoso y terrible. No es común la estructura utilizada: revelar la tragedia desde el mismo arranque y reiterarla, usándola como aguijón, ganando volumen con la angustia que va inoculando en dosis crecientes, adquiriendo una intensidad extraña, demoledora, leal a la campaña de salvataje. Lo llamó, sin piedad, "Matar a un niño", y
dice así.