
...y tendrá tus ojos", rezaba aquel increíble poema de Pavese.
El otro día ojeaba una página cuando vi, en un costado, la noticia destacada: "Murió el escritor platense Gustavo Bañez". La curiosidad, y para que negar un poquito de morbo, me llevó a ahondar y conocer, a leer y entristecer. El hombre, multipremiado, reconocido en su ciudad y seguramente más allá también, resultó para mi sorpresa el último eslabón del largo, larguísimo rosario de escritores suicidas.
A estas alturas, el lazo negro que vincula a quienes hacen de la escritura su aire con la autoaniquilación es casi un lugar común. Es que son demasiados. Tantas, también, son las causas que se han esgrimido para explicar el fenómeno. La propia naturaleza del oficio, que implica enfrentar nuestros peores demonios y servirse peligrosamente de ellos, escarbar en los fondos más recónditos y putrefactos de nuestro ser; quizás la toma de conciencia, súbita y brutal, sobre aquella tendencia que señalaba Roncagliolo, quien emparentaba a escritores con vampiros y los acusaba de "tener la necesidad de destruir lo que aman y amar lo que destruyen"; tal vez un pretendido escape de un mundo en el que muchos de esta especie nunca consiguen encajar. Hay más, claro.
Los peligros de escribir son sutiles. Sentados en una silla, a lo mejor parados a la usanza Hemingway, cautivados por una hoja o una pantalla blanca, así de inmóvil es el malabarismo sobre algunos abismos indecibles. Mas de uno, merced a las profundidades a las que accede su arte y también, de seguro, a ciertas condiciones personales, al escribir coquetea con la muerte. No cara a cara, mesa y café de por medio, como lo hace un bombero, un paracaidista, o los toreros según el imaginario del español medio. Más bien lo imagino como una relación a distancia, epistolar, y esos poemas serán al mismo tiempo un mensaje cifrado para la que espera, abstracta, venenosa, desmesurada. Decía abstracta y pensaba en la fragilidad de ese atributo: basta esa decisión breve, propia de la hora más solitaria de todas, para que la muerte deje de ser una idea y se convierta de golpe en un objeto concreto, un cable, un envase de pastillas abierto, un deformado pedacito de plomo.
Retomando lo de aquella noticia, se incluía la dirección de
su página. Leí un par de entradas y puedo asegurar que la escritura de este hombre valía la pena. Mejor dicho, vale la pena. Absolutamente. Cada palabra resulta tersa, justa, rabiosa.
Como tantos otros exponentes de esta raza maldita y mágica, seguirá vivo a través de sus escritos y éstos, a su vez, encontrarán puertas que sólo la desaparición física de su autor suele ser capaz de abrir. Serán los pies que tendrá el alma del escritor, impresa por un lado e inalcanzable por el otro, para burlar al tiempo y las leyes naturales.