martes, 29 de julio de 2014

Isla Soledad




  Nos casamos jovencitos. Sin pensarlo mucho. Casi como jugando. Cosas de chicos, podrá pensar usted, oficial. Él tenía diecisiete, yo uno menos. Se imaginará mis padres, la mamá de él… Pero al final terminaron firmando los permisos. Yo estaba muy enamorada, ¿sabe? A pesar del peinado ridículo y los zapatos gastados que no cambiaba nunca. Ahora que lo pienso, quizás eran esas cosas las que más me atraían. Se las recriminaba y él hacía un gesto con la mano, así, y se reía, esa risa limpia que era tan suya y le encendía la cara, como si le diera vergüenza pero no era eso, y enseguida decía algún chiste o una de las salidas que siempre tenía a mano.
  Perdió las dos cosas, el pelo y los zapatos, al entrar a la colimba. Cuando me dijo que lo habían sorteado fue la primera vez que lo vi serio, demasiado para sus dieciocho años y su cuna cordobesa. La segunda fue unos meses después, cuando me dijo “salimos mañana para el sur” y me dolió el plural porque me dejaba afuera, incluía solamente a sus compañeros de regimiento y yo sabía, los dos sabíamos, todos sabíamos que el sur era en principio Comodoro Rivadavia o Puerto Deseado, pero en verdad eran las islas. Y entonces sólo atiné a abrazarlo, fuerte, como para que no me lo arrancaran, y blando como estaba tembló cuando dijo que tenía miedo, como si hubiera sido un chico y yo la mamá a punto de apagar el velador. No pude más y lloré, lloramos juntos.